domingo, 2 de noviembre de 2025

LA LEY DEL REINO NUEVO. Fray Justo Pérez de Urbel

 

XXI DOMINGO DE PENTECOSTÉS

La ley del Reino nuevo

Fray Justo Pérez de Urbel

 

OTRA vez en Cafarnaúm, en la patria adoptiva de Pedro, en "la ciudad de Jesús", entre una población industriosa de publicanos, huertanos y pescadores. Pero ya no hay concurrencia de gentes, ni murmullo de muchedumbres, ni miradas admirativas, ni aplausos, ni gritos entusiastas. Todo ha cambiado desde aquel día memorable en que el paralítico tuvo que ser bajado por un agujero abierto en la azotea. Es el tercer año de la vida pública de Jesús: el horizonte se va ensombreciendo a sus ojos; los pueblos de Judea, objeto principal de sus cuidados, le tratan como enemigo; las puertas de Jerusalén están cerradas para Él; por vez primera se ha celebrado la Pascua sin que Él haya podido tomar parte en sus regocijos; sus mismos compatriotas de Galilea empiezan a abandonarle; y las ciudades que se miran en las aguas de Genesareth se llenan de rumores contradictorios. Durante varios meses, el divino vagabundo caminará de poblado en poblado y de desierto en desierto, por tierras paganas, por las regiones que se extienden al otro lado del Jordán a través del pequeño reino de Felipe, hasta que llegue su hora, hasta que, terminada su misión, se entregue Él mismo espontáneamente a sus verdugos.

Hasta entre los Doce se va entibiando la alegría esperanzada de los primeros días. Siguen a su Maestro tristemente; su camino se cubre de miedos y zozobras; empiezan a sospechar peligros inminentes; y cuidan muy bien de no interrogar al Señor, dice San Marcos, por miedo de oír revelaciones desagradables. El espectáculo del Tabor ha venido a confirmar un poco su fe vacilante, pero no llegan a comprender el carácter espiritual de la sociedad nueva, la gloria celeste, la dicha interior del reino de los Cielos, de aquel reino de amor, de humildad y de pobreza que predica el Rabbí. Al dar vista a Cafarnaúm, no piensan más que en proyectos ambiciosos, en recepciones brillantes, en gobiernos, en riquezas, en pompas y fastos mundanos. Discuten quienes ocuparán los primeros puestos en el futuro imperio, se disputan la silla de honor al lado del rey, se acaloran, se irritan, se injurian tal vez, y mientras unos alegan satisfechos sus servicios, o los títulos del parentesco, o las preferencias de que son objeto por parte del Maestro; otros enrojecen de cólera o palidecen de envidia.

Viene luego la entrada en la ciudad, entrada mustia en una mustia tarde otoñal. El pequeño grupo atraviesa las calles entre la indiferencia de las gentes; tal vez algunos les miran con curiosidad, y otros compasivamente, pero nadie se les acerca. Si no es el colector del impuesto, que coge aparte a Pedro para decirle que el Maestro no ha pagado el didracma. Silenciosamente entran en la casa que poco antes se llenaba de aclamaciones delirantes. Los Doce están ahora en el patio con Jesús. Jesús acaricia los bucles dorados de un niño. Los Apóstoles le contemplan, pero nadie se atreve a hablar. Cada cual dialoga consigo mismo, pensando que es ya hora de recibir la recompensa de la fidelidad con que ha seguido al Nazareno. Y viene la lección de la humildad y la sencillez. Jesús tomó al niño, le abrazó y le presentó a los Doce. El que no se haga como un niño, no puede entrar en el reino de los Cielos. Pero no basta la humildad; es preciso ser también dulce, indulgente, caritativo. Hay que amar, hay que olvidar, hay que perdonar. Todos pensaron en las discusiones y en las palabras desabridas de aquella tarde. Pedro recordó haber oído en las sinagogas que no había obligación de perdonar más que tres veces. Así decían los rabinos. Muchas más, seguramente, había perdonado el a Judas.

¿Cuántas veces he de perdonar a mi hermano?", pregunta a Jesús. "Siempre", le contesta su Maestro; porque bajo el reino de Cristo, el perdón, como el amor, no tiene límites. Y para hacer comprender el rigor con que obliga esa ley de la misericordia, Cristo pone ante los ojos de sus discípulos una de aquellas cortes orientales en que el capricho del monarca derrocaba o levantaba en un instante las más altas fortunas.

"Un rey se propuso tomar cuentas a sus grandes dignatarios." Mas de una vez, en el transcurso de nuestra vida, llega hasta el fondo de nuestro ser la voz divina, que nos invita a pesar nuestra miseria, a examinar nuestros actos: una iluminación súbita, una palabra que cae inopinadamente, el golpe de una adversidad, una gracia extraordinaria que acentúa el grito de nuestra conciencia y nos despierta a la realidad verdadera y nos llena de estupor. Delante del rey se encuentra entonces, tembloroso y anonadado, el siervo que le debe diez mil talentos. Es una suma enorme, cientos de millones, que nunca lograra reunir. No hay lugar a discusión; son evidentes las dilapidaciones, y es evidente también que el rey no recobrará su dinero. Puede, no obstante, vender al deudor con su mujer y sus hijos; pero, afortunadamente, tiene buen corazón: una lágrima puede enternecerlo, una súplica puede reparar lo que parecía irreparable.

El siervo lo sabe, y cae de hinojos confesando su culpa. Hay una cosa tranquilizadora para el pecador, y es que Dios no exige  de él un largo trabajo interior para reparar sus culpas; le basta un movimiento súbito del corazón. Un sentimiento de pesar amargo, que penetra de pronto en la voluntad del hombre, es suficiente a detener el rayo de su justicia. No solo da tiempo para pagar, sino que perdona la deuda, lo cual es mucho más de lo que el deudor se había atrevido a pedir.

Pero apenas había salido del palacio aquel miserable, cuando se arrojó sobre uno de sus compañeros que le debía una cantidad insignificante, cien pesetas. "Dame lo que me debes", le decía, apretándole la garganta; y sin querer escuchar la queja de los ruegos y las lágrimas, le mandó arrojar en un  calabozo. Imagen impresionante del cristiano que, cubierto de la misericordia divina, quiere, en nombre de su orgullo herido, exigir de su hermano las más humillantes reparaciones. El contraste entre la misericordia del rey y la dureza del servidor es feo, indignante, monstruoso. Después de esa acción, el criminal, sólo merece la severidad, el castigo, la justicia inexorable.

La ley del Talión regía en el Antiguo Testamento: ojo por ojo, diente por diente. La sutileza vigilante de los rabinos había llegado a descubrir que se podía perdonar tres veces; no sabemos si había llegado a tanto su generosidad. La filosofía china encargaba amar y odiar a los hombres como conviene; Buda enseñaba un amor gélido, interesado, egoísta; Homero juzgaba que reírse del enemigo era el más dulce de los placeres; Sócrates creía que el no vengar las ofensas es propio de un esclavo. Ahora va a empezar una filosofía nueva, un código más alto, una ley más humana: la ley del nuevo reino del amor. La caridad, más aun que la justicia, será el fundamento del derecho, o, si se quiere, la caridad unida a la justicia, animándola, inspirándola y compenetrándose con ella. "La justicia y la paz se abrazaron como dos hermanas." Amor para el amigo y el enemigo; perdón sin limitación y sin reserva; misericordia en la tierra como en el Cielo. Tales la nueva ley. El que no la practica no ha entrado en el reino; el que reza todos los días: "perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores", y sigue en la práctica el principio bárbaro del Talión, no es cristiano.