La gran sierva de Dios, Sor Mariana Villa ni del orden de Santo Domingo, meditando un día con singular devoción sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, ofreció en descuento de las penas que sufren las almas del Purgatorio, el valor y el mérito de cada uno de los instrumentos de la misma.
Cuando en la noche siguiente, en un éxtasis misterioso vio desfilar en doble orden una larga serie de muchas personas vestidas de blanco, que con suma veneración llegaban, quién la cruz, quién los clavos, quién las espinas, quién los azotes, ésta la columna, aquella la lanza, algunas los cordeles, otras los martillos, el guante, el vaso, la esponja, la caña, y todas las otras sacratísimas insignias de la Redención del Hijo del Hombre.
A todas las precedía una Virgen con una gloriosa palma en la mano, como en señal de triunfo, que las guiaba a un suntuosísimo templo, donde al entrar depositaba cada una con profunda reverencia, sobre un altar de oro, el propio instrumento a los pies de un Señor, que tenía semblante de Divino, y de cuyas manos recibían todas en contracambio una esplendidísima corona, con lo cual la declaraba reina y esposa muy amada. Por lo cual, rebosando de júbilo, le tributaban solemnes acciones de gracias a la gloriosa Virgen que las había conducido a tanta felicidad.
Aquel suntuosísimo templo, término feliz de aquella devota turba, era el cielo, último fin y centro bienaventurado de la criatura racional: aquellas personas que llevaban los venerables signos de la Pasión, eran las almas del Purgatorio, libertadas por el mérito de los preciosos instrumentos de la Pasión de Jesucristo: aquel Señor, que las remuneraba con una corona inmarcesible, representaba a Dios, que les confería la corona de eterna gloria: y la Virgen, que con la palma en la mano, las conducía al altar, denotaba la venerable sierva de Dios, que con la devota oferta de los instrumentos de la Pasión, se constituyó gloriosa redentora del Purgatorio, y entregaba las almas rescatadas al trono del Eterno. Ofrezcamos, pues, también nosotros frecuentemente, con sentimientos de fervorosa piedad, la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, a beneficio de los difuntos, v así, redimiendo muchas almas de aquellas acerbísimas penas, las conduciremos también nosotros del Purgatorio al cielo, del extremo de las penas a la cima de toda felicidad.