En el monasterio de San Vicente de Mantua, murió Sor Paula, religiosa de grande espíritu, cuyo cadáver, según costumbre, puesto en medio del coro, estaba rodeado de todas las monjas que estaban cantando el oficio de difuntos. La beata Estéfana Quinzana, había profesado a la difunta estrechísima amistad, la cual, rogando fervorosamente por su alma, fue trasportada por un cierto fervor de espíritu, hasta el féretro, en donde postrada con las manos juntas, se sintió asir de la mano derecha por la difunta, con tanta fuerza que no le fue posible desprenderse.
Asombradas las monjas por tal suceso, llamaron al padre confesor, el cual mandó a la difunta, en virtud de Santa obediencia, que soltase la mano de Estéfana, en lo que al punto fue obedecido. Nada dijo la difunta Paula, más comprendió bien la beata Estéfana qué cosa quería significar con aquel estrechar tan fuertemente la mano; como si hubiera querido decirle, ¡oh hermana, cuán
tremendos son los juicios de Dios! ¡Cuán rigurosos los castigos por la más pequeña culpa! Si os pudiese explicar las penas que yo padezco en el Purgatorio por aquellos defectos que creíamos de ninguna monta, jamás cesarías de procurarme eficaces auxilios para salir de ellas.
No os olvidéis jamás de mí: socorredme con toda clase de sufragios; pues demasiado grande es la necesidad; demasiado cruel el martirio que padezco. Por lo cual, aquella sierva de Dios, jamás dejó de procurar copiosos sufragios a aquella alma, hasta que tuvo revelación de que había volado felizmente al cielo, rotas ya las duras cadenas del fuego. Imaginémonos que cada alma del Purgatorio nos repite otro tanto, é imitemos el fervor de la beata Estéfana, ofreciéndoles sufragios con generosa piedad. Francisco Seghisz, en la vida de la Estéfana, p. 110.