viernes, 28 de noviembre de 2025

29 DE NOVIEMBRE.- SAN SATURNINO, MÁRTIR (+HACIA EL 303)

 


29 DE NOVIEMBRE

SAN SATURNINO

MÁRTIR (+HACIA EL 303)

EN la vía Salaria Nueva de Roma destinada antiguamente a memorias funerarias— existieron cuatro cementerios cristianos: el de Priscila, que fue el más famoso, el de los Jordanes, el de Máximo y el de Trasón. Este último, descubierto a principios del siglo XVIII, conservó el nombre de su fundador y la intitulación de San Saturnino —su mártir principal—, en cuyo túmulo el papa español San Dámaso —beatissimorum mártyrum cultor— colocó la siguiente inscripción:

«Este ahora huésped de Cristo lo fuera antes de Cartago. Al tiempo que la espada rasgaba las pías entrañas de la Madre Iglesia, dando la sangre cambió la patria, el nombre y el linaje: el martirio, germen de santos, lo hizo ciudadano romano. Cosa digna de admiración: lo mostró su fin heroico. Mientras lacerándole los miembros gruñe como enemigo Graciano, después de vomitar el concebido veneno de su ira, no pudo, ¡oh santo!, obligarte a negar a Cristo, antes bien, por tus súplicas mereció finar confesándolo. Esta es la voz de Dámaso suplicante: venerad el sepulcro».

Años 303 al 305. Impera Diocleciano. Las furias todas del infierno parecen haberse desencadenado contra los discípulos de Cristo: se buscan los Libros Santos para quemarlos, se demuelen las iglesias, se prohíben el culto y las asambleas bajo penas severas. Pero ni el hierro ni el fuego, ni las más atroces torturas bastan a quebrantar la fortaleza de los cristianos, que aumentan en vez de disminuir, porque cada gota de sangre derramada es como un grano escondido en la tierra del que brota la nueva espiga. ¿Cómo acabar con ellos? A Maximiano el Hercúlius, que planea la construcción de las grandiosas Termas de Diocleciano, se le ocurre una idea venenosa, satánica: el inmenso edificio puede ser levantado con el sudor de los cristianos, condenados a trabajar como viles esclavos, como bestias de carga. En este martirio lento y sorda violencia, faltos de alimento y sometidos a brutales tratos, irán sucumbiendo poco a poco, insensiblemente, como quien se desangra... Y hay un tiempo en que Roma —la Roma del panem et circenses— ni se entera de la presencia de aquellos cuarenta mil penados singulares —el cómputo es del Cardenal Baronio— que, con la herramienta en la mano o el saco a la espalda, predican la virtud evangélica, y admiran y exasperan a los verdugos con su extraña caridad, con su incomprensible resignación y espíritu proselitista...

Pero Trasón, cristiano rico y magnánimo, ha decidido emplear toda su fortuna en socorrer a los presidiarios de la fe. Cuatro diáconos heroicos —Sisinio, Ciriaco, Largo y Esmaragdo— se han puesto Voluntariamente a su disposición, para llevar por sus manos aquellos auxilios. Pronto son sorprendidos en el ejercicio de su fervorosa caridad y enrolados en una brigada de trabajo. Un día, Sisinio ve a un anciano venerable — vir senex— vacilante bajo el peso cruel, mientras sus labios resecos musitan una plegaria: es Saturnino. Se ofrece a ayudarle, y en adelante, después de terminar su inhumana tarea, transporta los sacos de arena destinados al anciano cartaginés. Y el gozo que siente en la práctica de la caridad es tan grande, que arranca a su alma himnos de alabanza al Señor.

Este humanitario acto irrita al Emperador, en lugar de conmoverle, y manda encerrrar a Sisinio y a Saturnino en la cárcel Mamertina y atormentarlos sin piedad. La conversión del carcelero Apronio —que muere a poco decapitado confesando la fe— los coloca ante la alternativa de sacrificar o ser pasto de las llamas. Descalzos y encadenados, son llevados a presencia del Prefecto Laudino, quien manda traer el pebetero del incienso;

—Confunda el Señor vuestros simulacros —exclama Saturnino al verlo.

A esta voz cae el ídolo a tierra, y dos soldados —Papías y Mauro—, movidos por la gracia de lo Alto, confiesan al verdadero Dios.

Ebrio de cólera Laudino, ordena que extiendan a los Mártires en el ecúleo y que sean golpeados con nervios de toro y varas flexibles. Durante el horrible tormento, Sisinio y Saturnino no cesan de repetir con serenidad imperturbable: «Gloria a Ti, oh, Cristo, que nos haces partícipes de los trabajos de tus siervos». Su último canto es una estrofa de sangre y de fuego, pues el Prefecto da orden de romperles las mandíbulas con piedras y tostarles los costados con teas encendidas. Al fin, viendo la fortaleza de su espíritu, los sentencia a ser decapitados en la vía Nomentana.

El presbítero Juan recogió los mutilados cuerpos y les dio pía sepultura en una propiedad de Trasón que había de convertirse en famoso cementerio cristiano. Aquí surgirá la basílica de San Saturnino, existente por lo menos desde el siglo IV y restaurada por el papa Adriano I. «Jamás se ha hecho una excavación metódica en estos lugares —escribe Kirschbaum—, que presentan una bella riqueza decorativa y ofrecen aún varias galerías intactas, ricas en material de uso doméstico incrustado alrededor de los lóculos cerrados. A esto se debe precisamente el que no se hayan hallado todavía las criptas donde descansaban los cuerpos de los mártires y que la historicidad de la mayoría de éstos quede algo nebulosa por falta de comprobaciones arqueológicas». Pero Roma guarda su memoria como un tesoro.