Santa Gertrudis amaba, por las excelentes virtudes de que estaba adornada, a una virgen a quien plagó al Señor de llamar así, en la flor de sus años, y mientras después de su muerte la encomendaba a Dios con gran fervor, arrebatada en espíritu la vio estar en la presencia del Salvador, engalanada con un precioso vestido y radiante de viva luz; pero con el semblante triste, y temerosa de presentarse delante de su divino esposo Jesús.
De lo que, maravillada la Santa, volviéndose hacia ella, ¿qué pereza es esta, le dijo, que tú demuestras? ¿Así correspondes al celestial esposo, y así piensas hacerte digna de él? A lo que la prudente virgen, perdona, ¡oh madre! le contestó, que mi estado no me permite aún acercarme a él. Estoy, es verdad, confirmada en la gracia, estoy destinada para esposa del Cordero inmaculado, más conviene purgar perfectamente toda clase de defectos, antes de unirse en un abrazo eterno con el bien adorado.
Todavía ofende su purísima vista alguna pequeña mancha, y hasta que yo no sea enteramente perfecta, como él lo desea, no me atreveré jamás a entrar en aquel gozo celestial que no sufre mancha de imperfección. ¿Y podremos nosotros esperar obtenerlo si no nos enmendamos perfectamente de nuestras culpas? Más, ¿cuándo lo haremos? Rápido es el tiempo y vuela; y si el tiempo pasa no lo haremos, no lo podremos hacer jamás. L. Blos. in monil. spirit. c. 13.