lunes, 3 de noviembre de 2025

4 DE NOVIEMBRE.- SAN CARLOS BORROMEO ARZOBISPO Y CARDENAL (1538-1584)

 


04 DE NOVIEMBRE

SAN CARLOS BORROMEO

ARZOBISPO Y CARDENAL (1538-1584)

NACIDO en pleno siglo XVI, es San Carlos Borromeo uno de los más destacados adalides de la reforma católica propugnada en Trento. Y aquí viene de molde la conocida frase: A grandes males, grandes remedios. Porque este eximio Varón —«obsequio del Cielo», le llamó San Pío X— , vistiendo cilicio bajo la púrpura, repartiendo su patrimonio entre los pobres, llevando la observancia a los monasterios, manteniendo en sus justos límites la autoridad civil, inculcando la residencia de los pastores, sublimando la pureza del sacerdocio, aparece con todos los caracteres del «enviado de Dios», frente al ambiente rebelde y pestilencial del neopaganismo renacentista.

«Aprovechamos —dice San Pío X en su Encíclica Editæ Sæpe— esta feliz oportunidad de mostrar las saludables huellas seguidas por otro santísimo pastor, a quien Dios excitó adaptado a las necesidades de su tiempo...; nos referimos a Carlos Borromeo, Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Obispo de Milán, puesto en el catálogo de los Santos por Paulo V, de santa memoria. Y esto no interesa poco; ya que, para usar las palabras de Nuestro Antecesor: «El Señor, que hace grandes maravillas, se dignó hacerlas con nosotros hace poco, y por la admirable obra de su dispensación estableció sobre la fortaleza de la Apostólica piedra una gran luminaria, habiendo elegido para ello de entre la grey de su sacrosanta Iglesia Romana a Carlos, sacerdote fiel, siervo bueno, modelo de súbditos y modelo de Pastores. Santo que, honrando toda la Iglesia con los múltiples fulgores de sus santas obras, brillaba entre los sacerdotes y el pueblo como un Abel inocente, como un Enoch castísimo, como el sufrido Job, como un Moisés mansísimo, como Elías el del ardiente celo. Santo que en medio de las comodidades se proponía la imitación de los castigos corporales de Jerónimo, la humildad más profunda de Martín, la pastoral solicitud de Gregorio, la libertad de Ambrosio, la caridad de Paulino; y, finalmente, se mostraba a nuestra consideración como hombre que pudiéramos ver y palpar, crucificado al mundo en medio de los mayores halagos, que vive sólo para el espíritu, que desprecia lo terreno y se preocupa únicamente de lo celestial...».

A este magnífico retrato moral, hecho por tan grande autoridad, corresponde una actuación no menos magnífica como hombre y como verdadero restaurador de la «sana doctrina». Es innegable que le favorece el nepotismo de su tío Pío IV; pero la acción de la Providencia resplandece de modo tan admirable en su vida, que con toda propiedad se le pueden aplicar las palabras del Ofertorio de la misa del día: «Hallé a David, mi siervo; le ungí con el óleo sagrado; mi mano le protegerá y mi brazo le confortará». Pues si los favores llueven sobre su persona, también llueven los trabajos, en los que sabe ser — como dice la Comunión— «siervo bueno y fiel, que en todos sus días agradó al Señor, y fue hallado justo».

Retoño de una aristocrática familia milanesa, nace Carlos Borromeo en el ilustre castillo de Arona, encomendada a sus mayores por los reyes de España. Nace con vocación sacerdotal. A los siete años —costumbre de la época— recibe la tonsura clerical y da comienzo a los estudios eclesiásticos. En la Universidad de Pavía toma la borla de doctor in utroque jure; ocasión en la que el sabio profesor Alciato hace esta profecía: «Carlos emprenderá grandes obras y brillará en la Iglesia como un lucero».

No se equivocó el famoso maestro. Alma gigante y de una actividad inexplicable para aquel tiempo de claudicaciones y conformismos, su carrera tenía que ser, como el relámpago, rápida y deslumbrante. En 1560, Juan Ángel de Médicis —recién papa con el nombre de Pío IV— llama a su sobrino a Roma. Carlos pisa los umbrales de la Corte pontificia con pies de humildad. Pero, dos meses después —¡a los veintidós años!— es nombrado protonotario apostólico, cardenal, arzobispo de Milán y secretario de Estado. «Entonces —dice San Pío X— comenzó el Señor a mostrar en él «sus maravillas»; sabiduría, justicia, preocupación ardiente de promover el honor divino y el nombre católico; sobre todo, cuidado en restaurar la Fe y la Iglesia toda, asunto que se ventilaba en aquel augusto Concilio Tridentino, cuya gloria es atribuida a Carlos por el mismo Pontífice y por la posteridad...». Su Iglesia de Milán —a donde se retira al morir Pío IV— se convierte pronto en «preclaro ejemplo de disciplina eclesiástica». A Sede extensa —diría— acción inconmensurable. Publica sus Instrucciones para los Confesores; llama a los Jesuitas, Teatinos y Capuchinos; funda un Seminario modelo; fomenta la disciplina monástica y la educación catequística; predica en toda Lombardía; combate con energía el error, lo que le acarrea graves enemistades, y hasta un atentado personal, del que sale ileso por milagro. El ejemplo de su vida «sin mancha» es un acicate poderoso. Sus cuantiosas rentas las emplea en obras de caridad. Vive pobremente, ayuna a pan y agua, duerme sobre una tabla. Asiste a las procesiones descalzo y con una soga al cuello. Atiende personalmente a los apestados de 1576.

La austeridad y el trabajo excesivo le llevaron al sepulcro prematuramente a la edad de 46 años. La Liturgia resume su vida con estas palabras: Pastoralis sollicitudo gloriosum réddidit: su celo pastoral lo hizo glorioso.