sábado, 8 de noviembre de 2025

9 DE NOVIEMBRE.- SAN TEODORO, SOLDADO Y MÁRTIR (+ HACIA EL 304)

 


9 DE NOVIEMBRE

SAN TEODORO

SOLDADO Y MÁRTIR (+ HACIA EL 304)

LAS incompletas noticias que acerca de este santo Mártir nos ha legado la historia, son debidas en su totalidad a la pluma de San Gregorio Niseno, que con su pintoresco y emocionante panegírico rescató para siempre del olvido la memoria pía de su Héroe...

Nos hallamos ante un caso insólito de bizarría cristiana. Se trata de un soldado romano de Tiro, destacado en Amasea del Ponto, en cuya ciudad le sorprende la llamada «depuración» del ejército, decretada por Diocleciano hacia el 297, y cuyo agente principal es el magíster mílitum de Galerio, Veturio. Apenas aparece el edicto de persecución contra la Iglesia —las legiones son las primeras expurgadas de cristianos— Teodoro —«soldado, no ya del César, sino de Cristo»— arrebatado por su genio y por su fe intrépida, se presenta voluntariamente al Juez.

— ¿Cómo te atreves a negar obediencia a los Divinos Emperadores?

Teodoro, con voz -recia responde: — Les obedezco siempre que mandan justa y razonablemente, pero no cuando ordenan adorar a dioses que no lo son. Yo sólo adoro y confieso a Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios... Si esto os parece mal, venga el verdugo y hiera, venga el fuego y abrase; y el que se escandalice de mis palabras, corte mi lengua. Todos los miembros de mi cuerpo están dispuestos a padecer tormento, antes que abandonar el servicio de su Criador.

Las palabras del bravo soldado cristiano merecían, indudablemente, la pena capital; más, como era mozo «gentil y bienquisto», quiso el Juez ofrecerle todavía una oportunidad, y lo dejó libre para que reflexionase.

La respuesta fue inmediata y categórica; no con palabras, sino con hechos. El joven se encaminó al templo de la diosa Cibeles y, aprovechando el viento favorable, le prendió fuego, dejándolo reducido a cenizas en pocos momentos.

Hecho lo cual, corrió en seguida a confesar su «delito», para que nadie fuese inculpado por él. El pasmo de los perseguidores fue extraordinario. Y «tanto más disminuían sus deseos de atormentarle —dice San Gregorio — cuanto aumentaban en Teodoro los de ser atormentado..., los mismos jueces envidiaban su valor».

Quizá le hubieran concedido la libertad, ganados por tanta simpatía y arrojo. Pero allí estaba la chusma, pidiendo a gritos la muerte del incendiario sacrílego. La ira popular no perdona a nadie. De ser absuelto, el mismo populacho lo hubiera «linchado». Con todo, aún hubo otro ofrecimiento tentador por parte del Juez:

—Si sacrificas, serás el primero de nuestros sacerdotes.

—No es gran premio el que me prometes —replicó el Mártir—. Como yo tengo por miserables a los sacerdotes de los ídolos, hacerme a mí el mayor de ellos sería también hacerme el más miserable 'de todos.

Era perder tiempo seguir haciendo ofrecimientos. Y dio orden de comenzar el ciclo de las torturas. Los verdugos lo sacan afuera y, levantándole en alto, atado a un madero, ora le azotan, ora rasgan sus carnes con uñas de hierro, ora le abrasan los costados con hachas encendidas. El Santo, como si no fuera él el torturado, como si estuviera en lecho de rosas, comienza a cantar salmos con voz regocijada y serena. «Alabaré al Señor en todo tiempo; de mi boca saldrán siempre sus loores». La alegría en el dolor es un rasgo peculiarísimo de San Teodoro.

Su temple indomable se sobrepuso a todos los tormentos y, al fin, hubo de ser condenado a morir por el fuego. A la vista de la hoguera crepitante, su fe invencible se exalta y su sangre se estremece de júbilo. Traza sobre la frente amoratada la señal de la cruz, y con ímpetu desconcertante se arroja a las llamas. Ve a un amigo que llora, y le dice: «Cleónico, te espero; date prisa en seguirme». Nunca el estoicismo pagano ante la muerte rayara tan alto. ¡Cómo nos acordamos de nuestro San Lorenzo!...

Tal fue el martirio de este atleta de Cristo, digno verdaderamente del nombre que llevaba —Teodoro significa «don de Dios»—. Alabando a Dios cerró sus ojos a la luz de este mundo, y su alma fue vista subir al cielo como un rayo esplendoroso.

San Gregorio termina su panegírico con una bella plegaria, que nosotros reproducimos a manera de colofón, porque conserva toda su frescura y actualidad:

«¡Oh glorioso Mártir! Los que hoy nos hemos reunido a celebrar tu triunfo te pedimos vengas a nosotros. Y ya que no es posible que nuestros ojos te vean, pon los tuyos en las ofrendas y sacrificios que ofrecemos a la Divina Majestad. Ruega a Dios que nos oiga y que te oiga; que mire por tu Patria, que es la nuestra; que favorezca a todos los «hermanos», y que nos libre de nuestros enemigos. Como soldado, pelea por nosotros; como mártir, ruega por nosotros: Porque, aunque estás en el puerto, bien sabes los peligros de los que navegan. Alcánzanos la paz, y que nos empleemos siempre en servir al que tú serviste hasta dar la sangre y la vida. Y si esto requiere mayor auxilio, llama a Pedro, a Pablo y a Juan, y ruégales todavía que mantengan en la unidad católica a las Iglesias que ellos fundaron. El haber gozado de quietud hasta el presente, a ti lo debemos. Por eso, ¡oh, San Teodoro!, te suplicamos nos guardes en el futuro». Amén.