21 DE MAYO
BEATO BERNARDO DE MORLAÁS
DOMINICO (SIGLO XIII)
¡HERMOSA es la generación de las almas puras y sencillas! La de esas almas que San Isidoro llama hermanas de los ángeles, y Nuestro Señor canoniza, cuando dice: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios...».
Contadas veces se ve cumplida tan a la letra esta divina bienaventuranza como en el caso del Beato Bernardo y los dos frailecillos —«fradinhos», les dicen en Portugal— del convento de Santarem. Nadie que no sea sencillo podrá captar toda la belleza y candor de este cuadro sublime, digno del ingenuo pincel de Fra Angélico.
Nosotros tomamos el relato de la autorizada colección de documentos Acta Sanctorum, sancionada en la presente circunstancia por una tradición secular y ratificada por la Iglesia con la beatificación de los tres candorosos protagonistas.
El escenario es el convento dominicano de Santarem —la antigua Scalabis— en Portugal. El Beato Fray Gil acaba de llegar ahora de París —ahora es la década de 1230 a 1240—, a donde fuera para asistir al Capítulo General de la Orden, como Superior de la Provincia de España. Con él viene un postulante, que el Beato se apresura a presentar a la Comunidad.
«Le he ofrecido hospitalidad en nuestra Provincia y la ha aceptado con alegría. Ningún convento de Francia le hubiera admitido, porque su familia, que es de mucho empuje, no tardaría en dar con él. En Zaragoza le impuse el santo hábito. Pero, considerando que los Pirineos no eran barrera que le separase de su patria, me ha pedido que le trajese al extremo de la Península».
Y luego les aclara el misterio. Fray Bernardo —que así se llama el joven— es oriundo de Morlaás, a unas tres leguas de Pau. Desciende de noble alcurnia. Desde muy niño alienta en su alma la idea de hacerse fraile; pero sus padres le desposan contra su voluntad, y a pesar de sus pocos años. Bernardo no se resigna. Buscando la manera de romper los lazos del mundo, viene a topar con Fray Gil de Santarem. No hay más enigmas en su vida.
En el convento cursa con brillantez los estudios teológicos y alcanza en breve un alto grado de perfección religiosa. Apenas sube las gradas del altar, es asociado a las tareas apostólicas de su Maestro, y, muerto éste en 1265, su piedad y abnegación le merecen el cargo de sacristán. Y sacristán morirá, si es que se puede llamar muerte a su milagroso tránsito.
El Padre Bernardo compartía los afanes de la iglesia con los del magisterio. Eran sus discípulos dos pequeñuelos mofletudos, rubios como serafines, hijos de un noble caballero portugués: dos angelotes para un retablo...
Una mañana, tras ayudar a Misa, los pequeños escolares toman el cestillo de sus provisiones y, con esa encantadora sencillez propia de la infancia, se sientan a desayunar al pie de una imagen de la Virgen del Rosario, que ellos llaman la «Señora de Piedra». Pero a uno se le ocurre otra idea más peregrina y candorosa aún: invitar a Jesús.
— Niño hermoso, si gustas tomar un bocadillo con nosotros...
El Divino Infante se suelta, al punto, del regazo materno y baja a sentarse entre los dos angelicales alumnos, sin que éstos parezcan maravillarse demasiado ante el prodigio. Concluido el frugal convite, Jesús les da las gracias con una sonrisa y se encarama de nuevo a los brazos de la Virgen. Y así. un día y otro día. El Divino Comensal no sólo departe con ellos, sino que les soluciona las pequeñas dificultades que se les presentan en los estudios.
Una cosa, empero, extraña, en su inocencia, a los deliciosos chiquillos: la pasividad de su Celestial Amiguito. «¿Por qué —se dicen— Jesús no nos corresponde con algún obsequio? ¿Acaso no hay en el cielo cosas buenas?». Y con la mayor naturalidad del mundo, deciden confiar al Padre Bernardo su secreto resentimiento.
Éste, aunque emocionado ante semejante milagro, aparenta no darle importancia. Deja pasar varios días, y luego interroga discretamente a los chiquitines, ora juntos, ora separados. El prodigio es evidente. ¿Qué hacer?
He aquí el plan que le sugiere la Virgen del Rosario:
— Decidme, amiguitos: Os gustaría que Jesús os invitara siquiera una vez en la casa de su Padre, ¿verdad?
— ¡Claro que sí, muchísimo! Pero de eso no nos ha hablado nunca.
—Es preciso que le insinuéis la idea. Cuando vuelva para comer con vosotros, no dejéis de rogarle que os invite. Y que no se olvide de mí...
Así lo hacen los angelitos. Y Jesús les contesta:
— De aquí a tres días es la Ascensión, y en la casa de mi Padre habrá gran regocijo. Decid al Padre Bernardo que quedáis invitados los tres.
Llega la mañana venturosa. La Comunidad está en el refectorio. El Santo Maestro celebra Misa en el altar del Rosario. Le ayudan sus dos acólitos. Los niños reciben la primera y última Comunión... ¿Qué pasa después?
...Cuando regresaron los frailes a la iglesia, hallaron al Padre Bernardo ante las gradas del altar, revestido aún con los ornamentos sagrados, y, a su lado, a los dos monaguillos; inmóviles los tres, las manos tendidas al cielo y los ojos fijos para siempre en el Niño Dios. Eran celestes comensales.
¡Bienaventurados los limpios de corazón...!