XXII DOMINGO DE PENTECOSTES
Dios y el Cesar
Fray Justo Pérez de Urbel
La liturgia sagrada nos ha llevado, en estos últimos domingos, de Cafarnaúm a Jerusalén, de Jerusalén a Cafarnaúm, con saltos que mantienen nuestro espíritu alerta y que nos hacen pensar en la celeste armonía de toda la predicación evangélica, desde el sermón de la montaña hasta el sermón de la
unidad. Hoy estamos otra vez bajo los pórticos del templo. Jesus da la última de sus lecciones públicas. Dos días más, y será entregado por Judas. Sus enemigos le espían, sin disimular sus maniobras criminales. Él lo sabe, pero se presenta en media de ellos, porque aún tiene secretos divinos que revelar, aún tiene cosas fundamentales que decir a la conciencia religiosa de la Humanidad. Tal esa verdad que, con una fórmula de concisión sublime, nos recuerda el evangelio de este día, esa fórmula maravillosa que va a revolucionar la vida de los pueblos.
La dialéctica poderosa del Maestro ha tenido la virtud de unir a los más encarnizados enemigos. Los fariseos han olvidado su xenofobia y su puritanismo intransigente; adversarios eternos de los herodianos, de los partidarios de Roma, buscan ahora su concurso para humillar al enemigo común. Mucho les cuesta este maridaje vergonzoso, pero los jefes salvan su responsabilidad delegando a algunos de sus subalternos. Se trata de llevar a Jesús al campo de la política y proponerle una cuestión, que, o le hace enmudecer, o le compromete inevitablemente. El desprestigio, o la ruina.
Son los herodianos, naturalmente, quienes deben hablar. En boca de los celadores de la ley la pregunta hubiera podido despertar sospechas. Pero los herodianos, que no habían tenido aun encuentros con el Profeta, podían más fácilmente hacerle caer en el lazo. Se acercan, pues, muy compungidos, muy respetuosos, con aire de corrección exquisita, como alumnos dóciles; como escrupulosos ciudadanos. Van a exponer el caso terrible que les inquieta la conciencia. "Maestro -dicen zalameros, inclinándose profundamente-, sabemos que eres veraz y enseñas el camino de Dios conforme a la pura verdad, sin respeto a nadie, porque no te importa la calidad de las personas." Indudablemente, los emisarios llevaban bien aprendida la lección. Sócrates se hubiera dejado envolver en la red de aquel preámbulo genuinamente farisaico. Y viene la venenosa pregunta: "Dinos,· por tanto, ¿es o no es licito pagar el tribute al Cesar?"
El problema era ingenioso y malicioso. Parecía imposible una solución satisfactoria: condenar el tribute, hubiera sido rebelarse contra la autoridad de Roma y hacerse merecedor de sus venganzas; aceptarlo, equivalía a enajenarse el favor del pueblo, cansado del yugo extranjero y fascinado por mesianismos nacionalistas. El joven Maestro vi desde el primer momento la estratagema, y con una sencillez soberana resolvió la dificultad. Entre aquella alternativa: Dios o el Cesar, cabía una tercera hipótesis: Dios y el Cesar. No se trataba de dos términos contradictorios; eran distintos, ciertamente, pero cabía armonía entre ellos. Ante todo, Jesús desenmascara la falsía de sus enemigos. "¿Por qué me tentáis, hipócritas ?", les dice; y luego añade: "Enseñadme la moneda con que se paga el tributo." Y uno de los presentes le alargó un denario romano: a un lado, la imagen imperial, altiva, ceñuda, severa, con estas letras en torno: Tiberio Cesar, hijo del divino Augusto; en el exergo, una mujer sentada, símbolo de Roma, y estas palabras alrededor: Pontífice máximo. "¿De quién es esta imagen y esta inscripción?", les preguntó Jesús. "Del Cesar", respondieron ellos, aceptando su condenación, pues usaban sin escrúpulo aquella moneda en sus transacciones, y, según la enseñanza rabínica, aceptar la moneda de un rey era reconocer su dominio. Cristo se ha dado cuenta de lo heterogéneo del grupo que le interroga, y en su respuesta; breve y lucida, hay una censura para todos: "Dad al Cesar lo que es del Cesar", dice a los fariseos, que se aprovechaban de la protección de Roma sin acatar los derechos de Roma; "dad a Dios lo que es de Dios", añadió dirigiéndose a los herodianos, que se olvidaban de los derechos de Dios. "Al Cesar -glosaba Tertuliano en el siglo II- le has de dar el tributo y la obediencia; a Dios le has de dar a ti mismo." O como decía nuestro poeta: "Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios."
Comprendiendo su derrota, pensando que el Nazareno era invulnerable, los emisarios se retiraron confusos. Es probable, sin embargo, que no se dieran cuenta del alcance prodigioso de aquella palabra tan sencilla, que escondía una fuerza regeneradora. Había en el mundo dos poderes: en eso estaban todos conformes. Pero esos poderes son opuestos, decían los puritanos. De ninguna manera, respondían los imperiales; esos poderes se confunden: son como los dos filos de una misma espada. Y viene la solución de Cristo: ni oposición ni confusión; separación y concordia. Algo le había extrañado en aquel denario que no se desdeñó de tocar con sus manos divinas. "Tiberio, hijo de Augusto divino." ¿Qué significaban estas palabras mentirosas? Ni Augusto era un dios, ni Tiberio era su hijo. "Pontífice máximo." ¿De quién había recibido el pontificado, la administración de las cosas del Cielo?
Pero era un hecho. Cuando la Iglesia católica apareció en el mundo no había más que una autoridad: la autoridad civil. Tutankhamen, por el título de rey de los dos ríos, se había creado con derecho a fundar una religión; Nabucodonosor, porque mandaba en la ciudad de las siete murallas, se creía autorizado para hacer pregonar y hacer acatar como verdad lo que el día anterior había condenado como mentira; los emperadores de Roma, a sus títulos de Cesares habían añadido el de pontífices. Aquellos hombres, no solamente procuraban y defendían los intereses de la vida, de la seguridad, de la propiedad, de la independencia nacional, sino que ordenaban también los asuntos de religión y de moral. La verdad y la virtud les estaban sometidas, lo mismo que la hacienda y la vida. Pero Cristo introduce la distinción necesaria, levantando al lado del poder civil el poder puramente espiritual. Su palabra era verdad y vida, y desde entonces los dos poderes caminan uno al lado del otro, a veces apoyándose, a veces combatiéndose y a veces desconociéndose. Pero aun combatiéndose o desconociéndose, la libertad humana sale siempre ganando. Aquella confusión, sin favorecer a la religión y a las costumbres, que cayeron en el lodazal de la abyección, dio nacimiento al despotismo más abominable. Se olvidó que la verdad es libre, que es libre también la virtud, y mucho más aun la gracia, la cual no es otra cosa que la libertad con que Cristo nos redimió. Se olvidó que si Dios no ha dado a todo el mundo la riqueza o el poder, todos tienen el derecho imprescriptible de oír la verdad, de amarla y de seguirla. Pero ya los dos reinos tienen sus límites. Jamás la Iglesia tendrá la pretensión insensata de negar o modificar las leyes del orden natural, ni de invadir o disputar al Estado sus atribuciones. Ni siquiera Bonifacio, que en una lucha peligrosa y apasionada con los poderes de la tierra llegó a las más fuertes audacias verbales, pensó jamás en discutir la autonomía del dominio puramente político. Al mismo tiempo, la Iglesia ha transformado de tal manera la conciencia de los pueblos, que ya ni siquiera concebimos un poder civil arrogándose descaradamente la autoridad religiosa. El Estado ha perdido el gobierno del pensamiento humano; la religión tiene su vida propia e independiente, y las inteligencias pueden sacudir el error sin temor a la espada. Y sucede que el mismo poder civil queda afianzado y robustecido, porque, lejos de ser su enemigo el poder espiritual, contribuye al reconocimiento de sus derechos, hacienda que se respete la verdad. De él puede decirse lo que Tácito dijo de Nerva: que reconcilió la libertad con la ley.
