jueves, 6 de noviembre de 2025

7 DE NOVIEMBRE. SAN ERNESTO, ABAD Y MÁRTIR



 

07 DE NOVIEMBRE

SAN ERNESTO

ABAD Y MÁRTIR

LA emoción religiosa que dio nervio a la Edad Media, revive en este Santo alemán, monje y soldado, héroe de la santidad y mártir de la fe, sin que le falte el nimbo seductor de la aventura...

Siempre ha sido el claustro fragua de santos. Ernesto, hijo del varón de Stuzzlingen, se educa en la abadía de Zwifulda, en compañía de sus hermanos Otón y Adalberto. En sus años de escolar, viste el hábito de oblato benedictino. El hábito le comunica el calor de la vocación y de la santidad. Profesa en la Orden y recibe el sacerdocio. i Años de concentración espiritual, de austeridad, de estudio de la Escritura Santa y de las ciencias eclesiásticas, en los que su norma es el ne quid nimis —no haya exceso en nada—, la regla clásica de San Benito: mensura, moderátio, modus! En 1441 es abad. Digamos «un gran abad»: porque su Comunidad está formada por sesenta profesos de coro y un número muy superior de hermanos conversos. Y además, dirige espiritualmente un convento de monjas no menos numeroso. Modelo de virtudes monásticas, celoso de la disciplina regular y gran maestro en las ciencias sagradas, sus seis años de abadía dejan en Zwifulda ancha y profunda huella. Pero la Providencia había destinado un campo más vasto para sus afanes...

El año 1146, el papa Eugenio III ordena a San Bernardo la predicación de la segunda Cruzada. El verbo elocuentísimo, arrebatador, del glorioso monje de Claraval —eco de los clamores angustiosos que llegan de Palestina, amenazada por la barbarie musulmana— prende el fuego del entusiasmo en Europa entera. Luis VII de Francia y su esposa, la magnánima reina Leonor, cuelgan de sus reales pechos las insignias de los cruzados. Conrado III de Alemania y los grandes señores feudales se alistan asimismo bajo el lábaro sacrosanto de la cruz...

Las llamas de este incendio de fe y heroísmo invaden también los monasterios. El abad Ernesto, que por estos días escribe su opúsculo Alabanza a los mártires —incitación ardorosa a la magna empresa— se señala desde los primeros momentos como uno de los más entusiastas colaboradores. Y el Pontífice no duda en encomendarle la dirección de la Cruzada, después de conferirle el título de Doctor de los gentiles. Con inmenso júbilo recibe el Santo esta misión de cruzado pacífico y, juntamente con el obispo Otón de Freisingen, hermano de Conrado III, traza el plan para la evangelización de los sarracenos de Palestina.

Ya conoce el lector por la Historia el desastroso fin de aquella sublime aventura, contra la que se opusieron hasta los mismos elementos. Aunque para muchos —Ernesto entre ellos— constituyó el mayor de los triunfos: el del martirio. A los alemanes, como vanguardistas, les tocó la peor parte. El cuerpo de ejército en que iba el santo Abad de Zwifulda, mandado por Otón de Freisingen, cometió la imprudencia de separarse del grueso de las tropas, y fue atacado y deshecho por los fanáticos partidarios del rey persa Ambronio. Ernesto pudo salvarse de la terrible matanza, pero quedó malherido prisionero con ocho mil cruzados más, muchos de los cuales fueron ahorcados allí mismo, y otros sucumbieron víctimas de inhumano trato.

Tenían los orientales la costumbre de seleccionar sus prisioneros, para ofrecer a su Rey los de mayor distinción, los más agraciados y robustos. Ernesto, de noble tronco y en la plenitud de sus facultades, reunía todas estas condiciones, realzadas por su carácter sacerdotal y aquel halo de santidad que le daba prestancia y dignidad sobrehumanas. No pasó inadvertido a la mirada escrutadora del emir y, junto con cuatrocientos compañeros, hubo de emprender, en jornadas agotadoras, el largo camino de la Meca.

La acogida que Ambronio les dispensó, cuando se presentaron ante él como rebaño de mansas ovejas dispuesto para el sacrificio, fue desconcertante. «No temáis —les dijo con taimada amabilidad—; no es mi intención haceros el menor daño. Lamento, sí, que os hayáis embarcado en aventura tan descabellada y peligrosa; pero vuestra locura ha servido para que vinierais a recibir clemencia de quien debiera daros la muerte. Oídlo bien: os perdonaré, os daré la libertad, y aun os colmaré de honores y riquezas, si abrazáis la religión de Mahoma».

El Santo no pudo aguantarse. Había llegado su hora. La misión estrictamente espiritual que le llevara a aquella empresa le imponía la obligación de prevenir a sus compañeros contra las asechanzas del Monarca. Y no dudó en hacerlo, aun sabiendo que se jugaba la vida sin remisión.

Su valor y audacia provocaron una explosión de ira. Inmediatamente fue arrebatado por los verdugos y sometido a los tormentos más atroces. que la crueldad humana puede inventar. Al fin, la emprendieron con él a palos, hasta dejarlo exánime envuelto en un charco de sangre.

No llegó a ver la Jerusalén terrena, como era su deseo, pero Dios lo introdujo para siempre en la Jerusalén celestial, aureolado con la triple corona de virgen, de doctor y de mártir, como dicen las necrologías y martirologios conservados en la abadía de Zwifulda. Era el 7 de noviembre del año 1148. Su cuerpo se venera actualmente en la ciudad de Salzburgo.