lunes, 28 de abril de 2025

29. EL CIELO EN COMPAÑIA DE DIOS Y LA GLORIA DE LOS CUERPOS RESUCITADOS. SAN PEDRO DE ALCÁNTARA

29

EL CIELO EN COMPAÑÍA DE DIOS

Y LA GLORIA DE LOS CUERPOS RESUCITADOS

 

MEDITACIONES

SOBRE LAS VERDADES ETERNAS

Y LA PASIÓN DEL SEÑOR

PARA PEDIR EL AMOR DE DIOS 

San Pedro de Alcántara

 

ORACIÓN PARA COMENZAR

TODOS LOS DÍAS:

 

Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

 

Poniéndonos en la presencia de Dios, adoremos su majestad infinita, y digamos con humildad:

  

 “Omnipotente Dios y Señor y Padre mío amorosísimo, yo creo que por razón de tu inmensidad estás aquí presente en todo lugar, que estás aquí, dentro de mí, en medio de mi corazón, viendo los más ocultos pensamientos y afectos de mi alma, sin poder esconderme de tus divinos ojos.

    Te adoro con la más profunda humildad y reverencia, desde el abismo de mi miseria y de mi nada, y os pido perdón de todos mis pecados que detesto con toda mi alma, y os pido gracias para hacer con provecho esta meditación que ofrezco a vuestra mayor gloria… ¡Oh Padre eterno! Por Jesús, por María, por José y todos los santos enseñadme a orar para conocerme y conoceros, para amaros siempre y haceros siempre amar. Amén.”

 

Se meditan los puntos dispuestos para cada día.

29

EL CIELO EN COMPAÑÍA DE DIOS

Y LA GLORIA DE LOS CUERPOS RESUCITADOS

Del tratado de la oración y meditación

de san Pedro de Alcántara

 

Y si tan grande gloria es gozar de la compañía de los buenos, ¿qué será gozar de la compañía y presencia de Aquel a quien alaban las estrellas de la mañana, de cuya hermosura el sol y la luna se maravillan, ante cuyo merecimiento se arrodillan los ángeles y todos aquellos espíritus soberanos? ¿Qué será ver aquel bien universal en quien están todos los bienes, y aquel mundo mayor en quien están todos los mundos, y Aquel que siendo Uno es todas las cosas, y siendo simplicísimo, abraza las perfecciones de todas? Si tan grande cosa fue oír y ver al rey Salomón, que decía la reina de Saba: Bienaventurados los que asisten delante de ti y gozan de tu sabiduría, ¿qué será ver aquel sumo Salomón, aquella eterna sabiduría, aquella infinita grandeza, aquella inestimable hermosura, aquella inmensa bondad, y gozar de ella para siempre? Ésta es la gloria esencial de los santos, éste el último fin y puerto de todos nuestros deseos.

Considera, después de esto, la gloria de los cuerpos, los cuales gozarán de aquellos cuatro singulares dotes, que son sutileza, ligereza, impasibilidad y claridad, la cual será tan grande, que cada uno de ellos resplandecerá como el sol en el reino de su Padre. Pues si no más de un sol, que está en medio del cielo, basta para dar luz y alegría a todo este mundo, ¿qué harán tantos soles y lámparas como allí resplandecerán? Pues ¿qué diré de todos los otros bienes que allí hay? Allí habrá salud sin enfermedad, libertad sin servidumbre, hermosura sin fealdad, inmortalidad sin corrupción, abun sin necesidad, sosiego sin turbación, seguridad sin temor, conocimiento sin error, hartura sin hastío, alegría sin tristeza y honra sin contradicción. Allí será -dice San Agustín- verdadera la gloria, donde ninguno será alabado por error ni por lisonja. Allí será verdadera la honra, la cual ni se negará al digno, ni se concederá al indigno. Allí será verdadera la paz, donde ni de sí ni de otro será el hombre molestado. El premio de la virtud será el mismo que dio la virtud y se prometió por galardón de ella, el cual se verá sin fin, y se amará sin hastío, y se alabará sin cansancio. Allí el lugar es ancho, hermoso, resplandeciente y seguro, la compañía muy buena y agradable, el tiempo de una manera: no hay distinto en tarde y mañana, sino continuado con una simple eternidad. Allí habrá perpetuo verano, que con el frescor y aire del Espíritu Santo siempre florece. Allí todos se alegran, todos cantan y alaban a Aquel sumo dador de todo, por cuya largueza viven y reinan para siempre. ¡Oh Ciudad Celestial, morada segura, tierra donde se halla todo lo que deleita! ¡Pueblo sin murmuración, vecinos quietos y hombres sin ninguna necesidad! ¡Oh si se acabase ya esta contienda! ¡Oh sise concluyesen los días de mi destierro!, ¿cuándo llegará ese día? Cuándo vendré y pareceré ante la cara de mi Dios?

 

 

 

ORACIÓN PARA FINALIZAR

TODOS LOS DÍAS:

 

PETICIÓN ESPECIAL DEL AMOR DE DIOS. San Pedro de Alcántara

 

29 DE ABRIL. SAN PEDRO DE VERÓNA, MÁRTIR (1206-1252)

 


29 DE ABRIL

SAN PEDRO DE VERÓNA

MÁRTIR (1206-1252)

LA divisa de Pedro de Verona a lo largo de toda su vida, han sido estas palabras del Símbolo: Creo en Dios Padre todopoderoso, Criador del cielo y de la tierra...

Es el día 5 de abril de 1252. El dominico Fray Pedro camina de Como a Milán. Va solo, tranquilo, rezando el Salterio. Pero los herejes han rubricado ya su sentencia de muerte... Poco antes de llegar a la aldea de Bardajina, un sicario se arroja sobre él fieramente —como en el malogrado cuadro de Tiaziano— y lo derriba de un hachazo en la cabeza. El Santo, a punto de expirar, moja un dedo en su propia sangre y escribe en la tierra esta sola palabra: CREO. Y muere, mártir de la Fe.

Este gesto magnánimo define la trayectoria de San Pedro de Verona; tan primorosamente dibujada por su insigne hermano de Orden, Fray Tomás de Aquino, en este epitafio: «El pregón, la lámpara, el atleta de Cristo, del pueblo y de la Fe, aquí calla, aquí se esconde, aquí yace inicuamente inmolado; voz dulce para las ovejas, luz amable para las almas, espada del Verbo, cayó al golpe malvado del puñal». Esta es, en síntesis, la admirable historia que hoy pretendemos reseñar.

¿Como pensar que en un hogar herético pueda florecer un Santo? Para Dios todos los caminos son rectos. Y así como hace brotar las rosas de las espinas y el agua de la peña y el fuego del pedernal, así permite que, de unos padres maniqueos, florezca Pedro en la célebre ciudad de Verona —Italia— para ser rosa y agua y fuego a la vez: rosa de santidad, agua de ternura y fuego de entereza y de martirio.

En Verona, a pesar de que el error ha hecho notables progresos, no hay todavía escuela herética. Los padres de Pedro se ven en la necesidad —en la providencial necesidad— de enviar al muchacho a la de un católico. Cierto día, al volver a casa, le pregunta su tío, maniqueo fanático:

—Dime, Pedro, ¿qué te han enseñado hoy en la escuela?

—Me han enseñado el Símbolo. ¿Lo sabes tú?

Y sin esperar contestación, ni parar mientes en el ceño hostil del tío, le razona con ardor y maestría impropios de su edad todos los artículos de nuestro Credo. El viejo le escucha entre curioso y preocupado, pensando, acaso, para sus adentros: hemos perdido a este muchacho. Pero lo cierto no es que ellos lo hayan perdido, sino que Dios lo ha ganado, encendiéndole en el alma, virgen todavía, la llama de una fe excepcional. De este modo empieza a dar cuenta de sí el que está destinado a ser pregón de la verdad y defensor acérrimo de la causa de Dios...

Vistas las raras prendas que concurren en Pedro y con miras, sobre todo, a apartarle del Catolicismo, se le envía a estudiar a Bolonia. En la célebre Universidad también encuentra a Dios. El joven pasa por las aulas, no sólo sin mengua de su fe ni de su vida sin mácula, sino con admiración de todos por su inteligencia clarividente y el enorme caudal de sus generosos sentimientos. Próximo ya a cerrar sus estudios, tropieza providencialmente con Santo Domingo de Guzmán e ingresa en la Orden de Predicadores. La verdad es que este hábito blanco y negro doblemente simbólico —humildad y pureza — le ha cautivado. Y, sin embargo, precisamente estas dos virtudes van a ser la causa del mayor tormento de su vida, pese a su fama de santo.

Malas lenguas, movidas sin duda por el demonio, propalaron con escándalo, haber oído voces femeninas en la celda de Fray Pedro. Y era cierto: las voces de Santas Inés, Cecilia y Catalina. Mas, como la humildad no le dejó revelar el favor celestial, se vio obligado a sufrir reclusión en el convento de Esi. Allí calla y espera hasta que se hace la luz y su inocencia brilla esplendorosa a los ojos miopes de los hombres.

Pasada esta nube gris, su vida se encauza definitivamente. Toda ella es un constante anhelo de lucha contra las herejías que infestan Italia: Valdenses, Albigenses, Pobres de Lyón, Cátaros y Patarinos; sobre todo la de los Patarinos, que es la que él conoce mejor.

En 1244 entra en Florencia al frente de sus laudesi, cohorte que le sigue cantando himnos a la Virgen y a la Eucaristía. Para ganar tiempo, tiende inmediatamente sus energías hacia hechos positivos. Sus acentos son siempre de signo fecundo. Siguiendo el consejo del Apóstol, «predica la palabra divina, insiste, reprende, ruega, amonesta; vela por la pureza de la fe, trabaja en todo, hace obras de evangelista, cumple con su ministerio». Su palabra densa, recia, fecunda, no desdeña tomar el aire humilde de la catequesis; pero, especialmente, se emplea en convertir herejes, en deshacer sofismas y supersticiones. Para su celo no hay distancias: tan pronto se le ve en la Marca de Ancona, como en la Romaña; lo mismo en Bolonia, que, en Milán, que en Ravena, que en Venecia, que en Como. Junta a su inagotable caridad la más severa dialéctica, y a la fuerza de sus palabras, la de los más grandes milagros. Gregorio IX le nombra Inquisidor. Pedro no enciende hogueras; pero los Patarinos, que temen más su palabra que la hora inquisitorial, decretan su muerte. Él sigue luchando, y, cuando víctima del odio a su Fe, cae su hermosa vida, segada en flor, recoge el último aliento para protestar heroicamente: Creo en Dios.

¡Qué lección de fe y de fortaleza para estos tiempos de claudicaciones!