02 DE JULIO
LA VISITACIÓN DE NUESTRA SEÑORA
EL Ángel de la Anunciación ha dicho a María, como para acreditar su divina embajada:
— Y ahí tienes a tu prima Isabel, que ha concebido también un hijo en su ancianidad. La que se llamaba estéril cuenta ya el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.
La humilde Virgencita nazarena interpreta esta noticia como una sugerencia celestial para que visite a su santa prima. Y se pone en camino a toda prisa. Su fe en Dios y su amor al prójimo le dan alas de paloma. Además —observa San Ambrosio— «el Espíritu Santo que la anima, no admite dilaciones».
San Lucas nos cuenta esta encantadora escena con tanta sobriedad y finura, que no cabe pureza más ideal en la narración:
—Por aquellos días, María se levantó y se dirigió animadamente a la zona montañosa, a una ciudad de la tribu de Judá.
¿A qué va la Virgen a Ain-Karim, el pueblo de la Visitación?
Las tres jornadas que lo separan de Nazaret no se hacen por mera curiosidad. Sobre todo, a pie. Tampoco es admisible en ella un fin menos santo: tal que la falta de fe en el oráculo divino, o en la señal del anuncio, o en la angélica promesa. No. María es portadora de alegre mensaje: va a llevar a Isabel la buena nueva de la Encarnación. Va también a felicitarla, a ayudarla, a congratularse con ella por las mercedes que una y otra han recibido del Señor...
—Y entrando en casa de Zacarías —dice el Evangelista—, saludó a Isabel. María atraviesa los umbrales como una visión celestial. En sus ojos purísimos se trasparenta un alma inundada de luz. Al eco dulce de su voz, Isabel siente un júbilo inefable. El niño que lleva en su seno se agita de placer. El Espíritu Celeste descubre a su mirada la divina Maternidad de la Virgen.
Y, trasportada de emoción santa, exultante de gozo, exclama:
— ¡Bendita tú entre las mujeres! ¡Bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mí la honra de que venga a visitarme la Madre de mi Señor? Apenas llegó tu voz a mis oídos, dio saltos de júbilo la criatura de mis entrañas. ¡Bienaventurada porque has creído, pues en ti tendrá cumplimiento la promesa del Señor!
La humildísima Doncella escucha sin soberbia esta primera alabanza, -tributada a su Maternidad divina por labios humanos. Y como la humildad es la verdad —y la verdad es que tantas maravillas son obra de Dios— a Dios refiere toda la gloria. Inspirada cual los profetas por el Espíritu Santo, diseña en frases sublimes la aurora de salvación, uniendo a los más altos pensamientos la modestia más profunda. De su corazón brotan viejas fórmulas bíblicas, y en sus labios castísimos florece el Magníficat: el cántico más hermoso y más inspirado de la Biblia; el himno gigante que repetirán, estremecidas de entusiasmo, todas las generaciones. Mientras el Hijo, Jesús, que «conoce al Padre como nadie le conoce, saltará de gozo por el Espíritu Santo, permaneciendo, cual la Madre, manso y humilde de corazón», la Virgen exclama:
«Mi alma glorifica al Señor.
Y mi espíritu se goza en Dios, mi Salvador.
Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava.
He aquí que todas las generaciones me llamarán bienaventurada.
Porque el Todopoderoso ha obrado en mí grandes cosas.
Y -su nombre es Santo.
Y su misericordia se extiende de edad en edad.
Sobre los que le temen...».
Nada como este canto nos inicia mejor en la vida espiritual de la Virgen, derramando sobre ella una luminosa revelación que nuestra piedad, aun la más filial, no hubiera sospechado nunca. Nada nos revela mejor las grandezas de su alma: porque la fe, la piedad, la abnegación, la gratitud, el gozo espiritual, todo a la vez habla en ella.
El Magníficat nos introduce en el secreto de la Redención. Por él sabemos que la augusta empresa del Salvador consiste en exaltar a los humildes, a los pequeñuelos, a 'los pobres de espíritu, y derribar de su trono a los ricos soberbios que confían vanamente en su poder. Y María es de ello preclaro ejemplo, pues, siendo la esposa del carpintero de Nazaret, el retoño de una familia decaída y sin gloria, ha merecido la suprema exaltación… Depósuit potentes de sede, et exaltavit húmiles!
San Lucas termina su deliciosa narración con estas palabras: «Detúvose María con Isabel cosa de tres meses, y después se restituyó a su casa». A lo que nada añadimos nosotros por temor de profanar su santa simplicidad, tan acordada con el espíritu —y hasta con la letra— del Magníficat...
La alegre fiesta de la Visitación fue instituida por el pontífice Urbano VI, en 1389. Y el mismo año, Bonifacio IX la confirma y publica para toda la Iglesia, con miras a que «por la visita de Nuestra Señora, reine la paz en el mundo cristiano», dividido por el gran Cisma de Occidente.
«¡Contemple vuestro Hijo vuestra túnica desgarrada! ¡Guarde un solo Pastor católico a su esposa! ¡Desterrad de la tierra las querellas y los cismas! ¡Conceded a nuestro tiempo el reposo de una paz tranquila!». Así canta el oficio de este día.