lunes, 24 de marzo de 2025

DÍA 25. EL CORAZÓN DE SAN JOSÉ RECIBÍA CADA VEZ MAS AUMENTOS DE SANTA ALEGRÍA

DÍA VIGESIMOQUINTO

El corazón de San José recibía cada vez nuevos incrementos de alegría.

(continuación)

 

ORACIÓN

PARA COMENZAR LA MEDITACIÓN CADA DÍA

 

Por la señal de la santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

 

Poniéndonos en la presencia de Dios, (breve silencio)

pidiendo el auxilio de la Virgen María (breve silencio)

y del Ángel Custodio, (breve silencio)

acudamos a la presencia del Glorioso San José y supliquemos:

 

Dios te salve, José, lleno de la gracia divina,

entre tus brazos descansó El Salvador

y ante tus ojos creció.

Bendito eres entre todos los hombres,

y bendito es Jesús,

el hijo divino de tu Virginal Esposa.

San José, padre adoptivo de Jesús,

ayúdanos en nuestras necesidades familiares,

de salud y de trabajo,

hasta el fin de nuestros días,

y socórrenos en la hora de nuestra muerte. Amén”.

 

DÍA VIGESIMOQUINTO

El corazón de San José recibía cada vez nuevos incrementos de alegría.

(continuación)

El tiempo de la vida es el tiempo de aquella negociación espiritual que nos recomienda Cristo en su Evangelio en la parábola de los talentos; negociación que, si se realiza con todo nuestro compromiso, nos permitirá adquirir grandes tesoros de mérito para la vida eterna. En este tiempo que nos concede la bondad de Dios debemos ocuparnos de hacer el bien, como nos exhorta San Pablo, y esta ocupación es la negociación que se nos enseña. ¡Qué importante es aprovechar incluso los más pequeños momentos y oportunidades de la vida para aumentar nuestros méritos! Pronto llegará aquella noche en que ya no será posible operar ni hacer nuevas adquisiciones de mérito. Con la muerte termina el tiempo de merecer, y el mérito de los santos deja de crecer en el momento en que pasan de este mundo a la eternidad. De esta manera su recompensa está determinada y su gozo, que es la esencia de la felicidad, no puede incrementarse. No se puede decir lo mismo de la bienaventuranza que disfrutó el glorioso San José en esta tierra a la par de los santos en el cielo. Mientras vivió en este lugar de exilio, estuvo siempre ocupado en la práctica de todas las virtudes que aumentaban su mérito a cada momento, y por eso no es de extrañar que sus alegrías y goces se duplicaran en cada hora de su vida y se hicieran cada vez mayores.

Además, el Salvador del mundo que habitó entre nosotros quiso adaptarse al orden de la naturaleza y manifestarse creciendo poco a poco como los demás hombres. Así, día tras día, a medida que avanzaba en edad, le revelaba a su querido padre algún nuevo rayo de sus perfecciones divinas. Un día el amable hijo daba una prueba de sabiduría infinita, otro hacía brillar su autoridad absoluta sobre sus criaturas, y en otra ocasión permitía que se revelara su magnificencia, o su prudencia, o su misericordia. Y aquella divina flor de los campos, ya no confinada en la raíz de Jesse, ya no encerrada en el retoño, ya no escondida en su capullo, ya no envuelta en hojas que la ocultaban a sus ojos, se desplegó, si puedo expresarme así, poco a poco y muy graciosamente en presencia de José, y exhaló en su corazón los perfumes más deliciosos y más dulces. Así, los goces celestiales de este Padre virginal crecieron y aumentaron en todos los momentos de su vida, y por eso en este sentido la Iglesia afirma que fue en cierto modo más bienaventurado en la tierra que los santos en el paraíso. ¿Y no tuvo de hecho consigo en todo momento al Verbo de Dios hecho hombre? ¿No tuvo siempre cerca de sí a la Madre del mismo Verbo y verdadera Esposa suya? ¿Y cuándo hubo jamás un hombre en el mundo que tuviera, como José, el paraíso en la tierra y una verdadera bienaventuranza capaz de aumentar cada vez más? ¡Oh bendito Santo, qué destino incomparable fue el tuyo!

¿Y por qué no nos esforzamos también nosotros, almas devotas, por hacernos de algún modo similares a él? ¿Por qué no nos apresuramos a crecer cada día en las virtudes propias de nuestro estado, por qué no recorremos con afán los caminos de la perfección cristiana, por qué no surge en nosotros un santo celo para formar un buen caudal de méritos, por qué no nos preparamos, a fuerza de continuos sacrificios y mortificaciones, para recibir esos consuelos celestiales, esos consuelos divinos que sirven para darnos nuevas fuerzas y vigor en el arduo compromiso en que nos encontramos? ¿Por qué no pasamos nuestra vida en compañía de Jesús, en quien están todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría divinas y la verdadera fuente de la dulzura eterna? ¿Por qué no nos acercamos cada vez más a la causa de nuestras alegrías espirituales, a María, aquella que es el gran medio de nuestra santificación? ¡Ah, roguemos a San José para que nos obtenga tan bellas gracias en la vida que Dios en su misericordia nos concede todavía para nuestra santificación!

 

JACULATORIA

Oh san José, que entregaste tu espíritu al Creador por las manos de Jesús y María, ruega por nosotros,

 

AFECTOS

Oh dignísimo San José, ha llegado también para ti el momento de rendir el tributo a la muerte, a ti que merecías vivir eternamente. Llegó el momento de separarte de Jesús y de María, después de haber cumplido dignamente la obra que el Padre Eterno te había confiado, para asistirlos a ambos con tu solicitud y amoroso cuidado. Y tú, viéndote reducido a la necesidad de dejar este mundo y con ella a aquellos que te eran incomparablemente más queridos que la vida misma, creíste tu deber dar tus más sinceras gracias a tu hijo y a tu esposa por los innumerables beneficios que habías recibido de ellos.

 ¡Oh, cuántos actos de fe, esperanza y amor practicasteis hacia ellos! ¡Pero qué ayuda, qué consuelos, qué promesas no recibisteis a cambio de ellos! Pediste la bendición del Bendito de todos los pueblos, y habiéndola recibido generosamente, abundantemente, y habiendo pronunciado con tierno afecto los santísimos nombres de Jesús y de María, como si quisieras darles tu último adiós, entregaste dulcemente tu espíritu al Creador en las manos de tu hijo putativo y de tu Virginal Esposa. ¡Oh dulcísima y preciosa muerte que tuvo por testigo y auxilio al Verbo de Dios hecho hombre y a su divina Madre! ¡Oh, que Jesús y María me concedan, amadísimo San José, una buena y santa muerte!

 

 

LETANÍAS A SAN JOSÉ

Indulgencia de 5 años, cada vez que se recitan. Indulgencia plenaria si diariamente se recitan devotamente durante un mes. Pio XI, 25 de marzo de 1935

 

Señor, ten misericordia de nosotros

Cristo, ten misericordia de nosotros.

Señor, ten misericordia de nosotros.

 

Cristo óyenos.

Cristo escúchanos.

 

Dios Padre celestial,

ten misericordia de nosotros.

Dios Hijo, Redentor del mundo.

Dios Espíritu Santo.

Santa Trinidad, un solo Dios.

 

Santa María,

ruega por nosotros.

San José,

ruega por nosotros.

Ilustre descendiente de David.

Luz de los Patriarcas.

Esposo de la Madre de Dios.

Casto guardián de la Virgen.

Padre nutricio del Hijo de Dios.

Celoso defensor de Cristo.

Jefe de la Sagrada Familia.

José, justísimo.

José, castísimo.

José, prudentísimo.

José, valentísimo.

José, fidelísimo.

Espejo de paciencia.

Amante de la pobreza.

Modelo de trabajadores.

Gloria de la vida doméstica.

Custodio de Vírgenes.

Sostén de las familias.

Consuelo de los desgraciados.

Esperanza de los enfermos.

Patrón de los moribundos.

Terror de los demonios.

Protector de la Santa Iglesia.

 

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo:

perdónanos, Señor.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo:

escúchanos, Señor,

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo:

ten misericordia de nosotros.

 

V.- Le estableció señor de su casa.

R.- Y jefe de toda su hacienda.

 

Oremos: Oh Dios, que en tu inefable providencia, te dignaste elegir a San José por Esposo de tu Santísima Madre: concédenos, te rogamos, que merezcamos tener por intercesor en el cielo al que veneramos como protector en la tierra. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén

***

25 DE MARZO. LA ANUNCIACIÓN

 


25 DE MARZO

LA ANUNCIACIÓN

ABRAMOS el Santo Evangelio y meditemos —meditemos, sí— la escena sublime y encantadora de la Anunciación, «la página más gloriosa que se ha escrito sobre la Santísima Virgen», en frase del célebre mariólogo español Padre Bover.

En Nazaret —ciudad de las flores— florece María entre las hijas de Israel, como el lirio entre las rosas. Florece llena de gracia. Es la criatura más hermosa y perfecta salida de las manos de Dios. Más que el alba de la mañana, más que el lucero esclarecido, más que la luna, más que el sol: Tota pulchra es, María...

Hora del Ángelus. Del primer Ángelus. La humilde Virgencita nazarena —camino de flores por donde ha de venir. el Redentor al mundo— vela en su oratorio. ¿En qué piensa? Oíd a San Vicente Ferrer: Medita el oráculo de Isaías: «He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un Hijo, y su nombre será Emmanuel»; o el verso del Salmista: «Oye, hija, y mira, e inclina tu oído: el Rey se ha enamorado de tu belleza». Pero ni su humildad, ni su modestia le permiten pensar que puede ser Ella la elegida del Señor; pensar que sobre su frente purísima flota aquella magnífica promesa del paraíso: Ipsa cónteret caput tuum: Ella quebrantará tu cabeza.

De súbito, divino mensajero entra en la casita de Nazaret. Gabriel —el ángel de los grandes mensajes— ha penetrado en la estancia de la Doncella. Radiante de belleza, con jubiloso alborozo interior, reverente, la cabeza adelantada en fina cortesía, el inesperado y desconocido mensajero dice, con voz que suena a cántico de serafines:

— Dios te salve, Llena de gracia; el Señor es contigo...

Nada más sencillo y al mismo tiempo más poético y elevado que esta salutación dirigida a la virginal esposa de José. Plenitud de gracia, amistad divina, preeminencia humana: tres títulos de incomparable grandeza con que el enviado de Dios compendia la altura a que ha llegado María en el orden sobrenatural. ¡Qué preámbulo para anunciar el Gran Misterio!

La Virgen se estremece como la azucena que siente por primera vez la dicha de la brisa. Es demasiado modesta y candorosa para no turbarse. Sin atreverse a alzar los ojos — ¡ojos de luz para la luz nacidos! — medita en su corazón: «¿De dónde a mí este honor? ¿Qué significa este saludo?». Y sus mejillas se tiñen de casto rubor, rosas de humildad y de pureza.

El Arcángel aquieta su inocente alarma con palabras de paz:

—No temas, María, pues has hallado gracia delante de Dios.

El alma de la Doncella se inunda de inefable dulzura. ¿Cómo explicar la grandeza de este diálogo, del cual están pendientes el cielo y la tierra?

Gabriel prosigue su mensaje:

— Concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Será grande y se llamará Hijo del Altísimo. El Señor le dará el trono de David, su padre, y reinará eternamente sobre la casa de Jacob.

He aquí la maravillosa revelación de la Maternidad divina. María repasa in mente las palabras de los Números: «La vara de Jesé ha florecido; la Virgen ha engendrado al Dios-Hombre: el Señor nos ha vuelto la paz, reconciliando en Sí lo ínfimo con lo sumo». Sí, van a realizarse las esperanzas de Israel, y Ella va a ser la Madre del Enviado. Todo esto es grande, magnífico; pero incomprensible. Tiene un compromiso inquebrantable con su santo esposo José... Es purísima... ¡Qué elevación! Ante el encumbramiento más augusto, sólo un sentimiento embarga el alma purísima de María: «¿Cómo será esto, si yo no conozco varón? ¿Cómo será, si desde niña voy tejiendo con violetas de humildad y lirios de pureza un cendal que envuelve en sus pliegues perfumados todos mis pensamientos? ¿Cómo será, si al nacer puse entre mí y el mundo una línea de blancas azucenas, que jamás pienso traspasar? ¿Ignoras que por mi indignidad sacrifiqué la potencia de ser madre del Mesías, sueño dorado de las otras mujeres hebreas?»…

Gabriel se apresura a calmar las finas susceptibilidades del alma bella y delicada de María, revelándole el secreto del casto Misterio:

—El Espíritu Santo descenderá sobre ti. y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra: por lo cual, el Santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios. Mira, Isabel, tu prima, ha concebido un hijo en su vejez; y la que se llamaba estéril cuenta ya el sexto mes, porque para Dios nada es imposible.

Calla el Cielo, atento a la respuesta de María. Entonces la humildad corona los prodigios que empezara la pureza, y de los labios de la Llena de gracia, brota el rendido fiat, sublime, heroico, poderoso y fecundo, como brotó el fiat lux de la boca del Omnipotente:

—He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

Y en el mismo instante — dice el evangelista San Juan con desconcertante sencillez— «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros».

«El Verbo se hizo carne —comenta San Ambrosio— para que la carne llegase a ser Dios». Este es el anuncio más consolador y grandioso comunicado a los hombres. Dios viene a salvarnos, y viene por María.

Después, la Virgencita humilde inclinó su hermosa cabeza, «como la flor fecundada, coronada e irisada de luz por el Espíritu Santo». Era Madre de Dios...