jueves, 27 de marzo de 2025

28 DE MARZO. SAN JUAN DE CAPISTRANO, FRANCISCANO (1384-1456)

 


28 DE MARZO

SAN JUAN DE CAPISTRANO

FRANCISCANO (1384-1456)

¡OH sublimes estulticias de los Santos!

Ese adefesio que atraviesa las calles de Perusa a lomos de un asnillo tordo es «don Juan», el gentilhombre de Capistrano, el hijo de Angevino, caballero del séquito de Luis de Anjou. Así como le veis, a sus treinta años, ha sido ya príncipe de los jurisconsultos, oráculo de los magistrados y señor de esta Ciudad; ha sido sombra del pobre, escudo del inocente, broquel de la razón, brazo fuerte de la ley, templo de la justicia y propugnáculo de la paz...

Pero el que fue bueno, ahora quiere ser santo. Dios ha encendido ya en su camino esa estrella que, en varias ocasiones, verán flotar las muchedumbres sobre su cabeza aureolada.

¡Qué pruebas tan duras manda a veces el Señor a los que quiere santificar!

Era el año 1416. Juan —el joven gobernador de Perusa— con una cadena de cuarenta libras a los pies y la espada del enemigo sobre su vida, espera en la prisión de los Rímini que la reina Juana II de Nápoles se acuerde de quien por defenderle el trono ha perdido su libertad. ¡Vana esperanza: que es condición humana olvidarse del amigo infortunado! Ya la flor de la ilusión empieza a marchitarse y su recia naturaleza a rendirse al desaliento, cuando Dios —¡siempre Dios!— tiende la mano al «hombre bueno».

Una noche, las tinieblas de la cárcel se iluminan súbitamente y aparece ante él la figura seductora de San Francisco

— Ánimo, Juan. ¿Por qué vacilas?

¿A qué dar treguas a Dios?

— ¿Qué quiere el Señor de mí?

— ¿No ves este hábito?... Quiere que seas Fraile Menor.

Juan de Capistrano no clausura su alma a la gracia. Penetra la misteriosa belleza de la vida seráfica y, seducido por ella, se le entrega con entusiasmo, con locura. Compra la libertad con su patrimonio.

Renuncia generosamente a su título de Doctor y Maestro, a su cargo de Gobernador. Y de la prisión sale para el convento de Bérgamo.

La acogida que en él le dispensan es como para dar al traste con la resolución más heroica. Lo recibe el Padre Marcos, hoy Beato. Hombre experimentado y austero, ante lo insólito del caso, decide extremar la probación. «Las casas religiosas no son un refugio para los hastiados de la vida. Cuando vos os hayáis despedido solemnemente del mundo, entonces veremos...».

Lo que se vio fue algo inaudito. Juan corrió a casa, distribuyó cuanto tenía a los pobres, se vistió de harapos, ciñó sus sienes con una mitra de cartón y, montado en un jumento, mirando hacia atrás, recorrió las calles perusinas, teatro de sus mejores triunfos.

Así empieza el noviciado. Su maestro de Teología se llama Bernardino de Siena. Ordenado sacerdote en 1420 empieza a correr vertiginoso por el camino del ideal evangélico, sin que ni las fatigas de un apostolado prodigioso, ni el ajetreo de los negocios, ni los clamores de las muchedumbres enardecidas, interrumpan su oración contemplativa. Para él la naturaleza se ha convertido en un velo sutilísimo, detrás del cual se esconde la Divinidad; en un instrumento maravillosamente acordado que canta las glorias del Criador; en una limosna bella y radiante, prodigada en cada ser.

Se ha dicho que cada época tiene los santos que necesita. Los días de Capistrano son dramáticos para la Iglesia. El cisma desgarra a la Cristiandad. La herejía toma caracteres alarmantes. Reyes y pueblos se debilitan en luchas estériles, mientras que en las fronteras de Asia acecha el turco. Sobre este fondo caótico —«cantando, Señor, tu santo Nombre, y alabando tu mano vencedora— resalta la figura luminosa de Juan de Capistrano. Heredero del espíritu apostólico de San Bernardino de Siena, recorre pueblos y ciudades exhortando a la penitencia, predicando la paz y propagando la devoción al dulce Nombre de Jesús. El fuego de su palabra —palabra de jurisconsulto y de apóstol— aviva el fervor religioso, flagela las conciencias dormidas, purifica las costumbres, obra grandes maravillas y conjura todos los peligros. Pocos hombres han alcanzado una popularidad semejante. Su prestigio de predicador, de milagrero, de despreciador de honores y riquezas, le precede siempre. Las ciudades le reciben como a enviado de Dios. Príncipes y mendigos se aprietan en torno suyo en las calles, en las plazas y en las iglesias, impulsados por un deseo unánime: ver al Santo, oír al Santo, mirarse en los ojos del Santo, regar con lágrimas de arrepentimiento los pies benditos del Santo, del hombre que con sola su palabra aniquila los conventículos de los fraticellos y deshace las maquinaciones de los herejes. Y así durante treinta años.

Nombrado Vicario General de la Orden —1438— y Nuncio Apostólico —en 1450— Juan sigue predicando en Italia, en Alemania, en Austria, en Polonia, en Hungría, en Europa entera, arrebatado por el celo de las almas. «Ve —le dice un día el Papa Calixto clama, sacude la apatía, humilla la soberbia, confunde la avaricia: éstos son los tres males que abren las puertas al turco» Es en 1454. El gran Misionero predica la guerra santa, y en la batalla de Belgrado lucha como un soldado más. «Tuve. que lanzarme al combate —escribe—. Clamé con la cruz en alto, reanimé a los vacilantes y el Dios de los ejércitos nos dio la victoria».

Era el preludio del triunfo definitivo, que alcanzaría dos meses después en el monasterio húngaro de Ilok: el preludio del triunfo eterno...