miércoles, 12 de marzo de 2025

13 DE MARZO. SANTA EUFRASIA, VIRGEN (380-410)

 


13 DE MARZO

SANTA EUFRASIA

VIRGEN (380-410)

AÑO 390. El emperador Teodosio el Grande recibe una carta de Egipto. Dice así: «Invicto Emperador: Sabiendo que he prometido a Jesucristo vivir en perpetua castidad, no pretenderás que le traicione desposándome con el Príncipe. Por el amor y liberalidad con que has honrado a mis padres, te suplico dispongas de mi patrimonio beneficio de las iglesias necesitadas, para que se acuerden de ellos ante el Señor. Tú no te olvides de Eufrasia, indigna esposa, de Jesucristo...».

Eufrasia —alegría dice en griego su nombre— es una flor de diez primaveras, hija de Antígono y Eufrasia —hoy santos—, de la familia imperial de Constantinopla. Por eso ha exclamado Teodosio al terminar de leer la misiva: «¡Digno vástago de nuestra estirpe y flor santa de un tallo santo!».

Sí. Como Tobías a su hijo, también ella puede decir: Filii sanctorum sumus. El. hogar ha sido su escuela de santidad, ox para decirlo con otra imagen bíblica, «ha crecido como los retoños del olivo alrededor del viejo tronco».

Vivían en Constantinopla. Cuando Eufrasia tenía cinco años, murió Antígono, y su santa esposa, que había hecho voto de castidad, se vio obligada a trasladarse a Egipto, para huir de un molesto pretendiente. Fijó su residencia en la Tebaida inferior, al pie de un convento de monjas, cuya vida de perfección cautivó pronto su piadoso espíritu. Con ellas pasaba sus buenos ratos; hablando de las dulzuras de la contemplación, mientras que Eufrasia, como Jesús, iba creciendo en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres, con la divina aristocracia de una gentil azucena. Este contacto con las religiosas fue el. medio de que se valió la Providencia para dar a su vida un sesgo decisivo, una solución primaveral...

La vocación de Eufrasia al claustro brotó con la naturalidad con que revienta un botón de rosa, dando lugar a una escena ingenua y sublime, más angélica que humana, capaz de extasiar a Fra Angélico a puro de seráfica. Fue en la iglesia del monasterio durante los oficios matinales. La deliciosa niña —alma delicadísima, natural dócil, franca simpatía, genio precoz— se desprendió súbitamente del brazo materno y corrió a abrazarse a un gran crucifijo que allí había, diciendo en alta voz con arrebatadora unción: «Yo me ofrezco a Jesucristo con voto perpetuo para monja de este convento». Este gesto espontáneo, inesperado y conmovedor. impresionó profundamente a las buenas monjitas. Pero su emoción cristalizó en llanto al escuchar de labios de la madre esta heroica oración: «Señor, recibid a esta hija de mi alma.; yo os la entrego; sólo a Vos ama y desea». Y dirigiéndose a Eufrasia: «Dios que puso los fundamentos a la tierra te fortalezca en su santo temor». Con un beso se despidieron, dejando entrever en sus lágrimas el brillo de la intervención divina...

Desde este momento la vida de la Santa es como la flecha que se dirige al blanco sin vacilar. Su amor es cada día más recio, su conducta más santa, su entrega más total y apasionada.

Ahora tiene diez años y, por la carta que acaba de escribir al Emperador, vemos que no ha echado al olvido los consejos que le diera su madre al morir. «Teme a Dios. Olvida tu ilustre ascendencia. Sé humilde y pobre en la tierra, para que seas rica y poderosa en el reino, de los cielos».

Eufrasia es feliz entre las monjas. Todo .su anhelo se cifra en imitarlas y, aspirando el perfume de su ejemplo, escalar pronto las cumbres de la mayor perfección. Ella, que ha poco vestía brocados y joyas, renuncia a todo —hasta a la mano de un príncipe— por fidelidad a Jesucristo. A pesar de su tierna edad y débil complexión, macera su inocente carne con la aspereza de los cilicios y el ayuno, vigila y reza, y se la ve barrer los corredores, atizar el fogón, acarrear leña, fregar como una fámula, sacar agua del pozo y echar en la olla hirviente el perol de hierbas que sirve de alimento a la Comunidad.

No es raro encontrar en la vida de los Santos, casos aflictivos de intervención diabólica y huellas dolorosas de la lucha contra el espíritu del mal. Por todo esto pasa la virgen Eufrasia, porque el tentador no se perdona medio ni ocasión de mancillar su candorosa inocencia. Pero ella tiene un arma invencible: la obediencia y rendimiento total a la Abadesa. De esta manera, a golpes de buril invisibles, labra en su alma la figura vigorosa de Jesús, en su plenitud de belleza, de gracia y de amor.

Basta un ejemplo, bello como las Fioretti. La abadesa le ordena trasladar unas enormes piedras que a duras penas moverían dos Hermanas juntas. ¿Quién no vacilara? Eufrasia obedece humildemente. «Ha hablado la Superiora, punto en boca». Coge las piedras y, sin dificultad, las lleva al sitio indicado. Al día siguiente le manda volverlas al mismo lugar. Y así durante un mes, sin que en su rostro se observe el menor indicio de impaciencia.

Paso a paso, su vida se trueca en ejemplo vivo de perfección para las demás. El Señor, en pago, la aureola con el milagro. Una vez libra a una posesa; otra, cura a un niño paralítico y sordomudo; muchas, se ve ella misma libre de graves peligros corporales y espirituales. Pero, aunque su presencia es pasmo y delicia del convento, su alma es ya digna de morar entre los ángeles, dicha que su divino Esposo le otorga hacia el año 410, bajo. Inocencio I.

Todo el mundo decía que había sido un ángel desterrado del cielo...