15 DE MARZO
SAN RAIMUNDO DE FITERO
NI la escultura de Miguel de la Cruz, ni el lienzo de Francisco Ruiz de la Iglesia nos satisfacen plenamente; pero, si hubiéramos de elegir, nos quedaríamos con el lienzo. Justifica mejor las célebres palabras del insigne don Rodrigo Jiménez de Rada —«maravilla de su época», en pluma de Mariana— «Los que cantaban salmos ciñeron la espada, y los que gemían en la oración salieron animosos a defender su tierra. Mansos como corderos, fieros como leones». Esta doble fisonomía, tan española, refleja con exactitud de teorema la grande y genuina personalidad de Raimundo de Fitero, el San Bernardo español.
Tarazona le vio nacer, en las postrimerías del siglo x. Había mucho que hacer entonces en España, y él, hijo de nobles, vino con una misión providencial. Canónigo en su Ciudad natal, fue «ejemplar en costumbres, sobrio en palabras, modesto en acciones y extremado en piedad».
Nadie sospechó sus posibilidades hasta que, acogido a la regla del Cister en los monasterios de Yerga, Scala Dei y Nienzabas, se sentó en la silla abacial de Fitero...
Estamos en el año 1157. Sancho III el Deseado reúne Cortes en Toledo. «Él era entonces allí en Toledo —dice la Crónica General — Don Remond, abad de Fitero, onme fraire et de religión, et avie con ell un nomge, a quien dizien Diago Velasquez, onme fijodalgo et noble et que fuera en otro tiempo al sieglo onme libre en fecho de caballería, et era natural de tierra de Burueva, et en su mancebía criárase con el rey don Sancho».
Una eventual flaqueza de los Templarios había llevado a éstos a renunciar a su derecho sobre la villa de Calatrava — avanzada y vigía de la Ciudad Imperial —, por miedo a no poder defenderla contra el amenazador alarbe. El rey don Sancho la ofreció por juro de heredad a quien la defendiera. Pero ningún caballero se atrevió a acometer tamaña empresa. Un día, dando ejemplo de valor, religiosidad y patriotismo a la nobleza, amilanada, dos frailes —un héroe y un santo— se presentan ante las Cortes, decididos a refrenar el poder muslime, a afrontar la tremenda responsabilidad: son Velázquez y Raimundo. El Rey, viendo en ello algo providencial, acepta, y, por escritura firmada en Almanzón — 1158 —, entrega a los cistercienses la Plaza, con todos sus términos, castillos y fortalezas. «Et maguer que algunos lo tenían por locura, fuéles después ende bien, como a Dios plogo».
Raimundo, no obstante, su avanzada edad, predicaba la cruzada con el ardor —con el fervor— de un San Bernardo. Veinte mil voluntarios, de esos que nunca faltaron en España para defender las causas de Dios, se alistan a las órdenes del intrépido Velázquez, que organiza sus huestes, guerrea, vence y salva una vez más los intereses de la Iglesia y de la Patria. Toledo y Castilla quedan, por el momento, seguros.
Como defensa permanente de la frontera, Raimundo funda la Orden Militar de Calatrava, que el papa Alejandro III confirma en 1164. «Entonces, muchos a quien veno de voluntad tomaron ábbito, ligero e non pesado, así como la orden de caballería lo demandaba». Sobre la túnica blanca llevan. una cruz carmesí, formada por cuatro lises concéntricos, símbolo de pureza por la forma 'y de lucha por el color. Hacen votos ordinarios, se comprometen a combatir contra los enemigos de la Fe católica, y —desde 1652— a defender la Inmaculada Concepción de María. El santo Fundador establece la debida separación entre sacerdotes y guerreros, entre los monjes del Cister —de vida contemplativa— y los caballeros militantes o hermanos conversos; orando aquéllos y administrando los intereses pacíficos, mientras éstos ventilan la guerra. Jiménez de Rada los retrata con pincelada maestra: «Su alimento es pobre y la aspereza de la lana su vestido. Pruébalos la constante disciplina, y el culto del silencio los acompaña. Si la victoria los levanta, la postración frecuente los humilla y la vigilia de las noches los doblega. La oración devota los instruye y el trabajo continuo los ejercita. Su multiplicación es la corona del Príncipe». Zorita, Uclés, Consuegra, Calatrava, Alcántara, Thomer Salvatierra, son los jalones que van señalando el avance sistemático y organizado de restauración cristiana, de intensa acción pacífica, de socorro a enfermos y peregrinos, de redención de cautivos, de protección de la agricultura y de las artes, de difusión del progreso, obra meritísima de los monjes calatravos, así como de las demás Órdenes Militares.
Raimundo, después de organizar el llamado Campo de Calatrava, sintiéndose agotado, se retira al cenobio de Ciruelos. Desde allí todavía sigue algún tiempo dirigiendo a sus monjes caballeros —más tarde eficaz auxilio en la conquista de Cuenca y en el recobro de Alcañiz—, y acompañándolos con sus bendiciones y rezos: es la agonía lenta del viejo soldado, del héroe que se va en busca de la última batalla...
«Et empos esto —termina la Crónica— murió, et enterráronle en la dicha villa — cerca de Aranjuez — et assí como dicen, allí face Dios miraglos e vertudes por él».
Colofón. Sea la colecta de la Misa: «¡Oh, Dios!, que concediste al santo Abad Raimundo pelear tus batallas y vencer a los enemigos de la Fe: concédenos que, protegidos por su intercesión. nos veamos libres de los enemigos de alma y cuerpo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén».