27 DE MARZO
SAN JUAN DAMASCENO
DOCTOR DE LA IGLESIA (676-749)
PODRÍAMOS hablar de sus virtudes. Podríamos ver en él la magnánima grandeza del perseguido, la noble serenidad del justo, el fervor desfalleciente del místico, la fe que mueve las montañas... Pero no queremos debilitar su bien definida personalidad como defensor del culto de las imágenes. Ése es el tema de los trozos litúrgicos de su Misa, y hacia él derivamos intencionalmente el carácter .de esta semblanza...
Año 725. León el Isáurico acaba de encender la sacrílega hoguera iconoclasta. Fingiendo celo, ha mandado destruir las sagradas imágenes de los Santos en todo el Imperio bizantino, «para librar de la idolatría a los discípulos del Evangelio...». La trama, como obra de judíos, está bien urdida: una vez más el león aparece revestido con piel de cordero.
Muchos cristianos, ajenos de la artería, cayeron en el lazo sin intención malévola; algunos, santos y doctos va rones, ofrendaron su vida en aras de la fe integral; los más se entregaron cobardemente al servilismo ominoso, a la adulación o a la huida. Pero en medio de la general dejación se alza una voz de protesta conminatoria y valiente: «Tal vez —dice—, considerando mi indignidad, debería haberme condenado a perpetuo silencio; más, cuando la Iglesia, mi madre, es ultrajada, calumniada y perseguida delante de mí, el grito del amor filial se escapa a pesar mío de mi corazón. Las palabras salen de mis labios para defenderla, porque temo a Dios más que a todos los poderes del mundo». Es la voz docta y santísima de Juan Damasceno: un monje que en la laura de San Sabas da pábulo a sus incoercibles aspiraciones de penitencia y contemplación. Esta carta, escrita con la sangre de un corazón desgarrado y la energía de un hombre sin miedo, vale por un retrato.
Vástago nobilísimo de una distinguida familia de Damasco, las noticias sobre los primeros años de Juan entran en el campo de la leyenda. Sabemos que sucede a su padre en el cargo de Logogeta o jefe civil de los cristianos, y que el Califa, conocedor de su gran talento, lo hace el hombre de su confianza. Pero el vaho pestilente de la Corte mahometana es irreconciliable con su fe. Y, despreciando bellas promesas e ilusiones de riente primavera, viene un día a esconderse en esta laura famosa, perdida entre los barrancos del Cedrón. El Patriarca de Jerusalén, Juan V, abre las puertas del Santuario para dar paso al ministro del Señor, que entrega a Cristo, por el sacerdocio, su corazón llameante. Puede ser el año 720...
Ahora el ruido de las imágenes derribadas ha traspasado el silencio recoleto de la celda de Juan Damasceno. El enamorado de la soledad y de la ciencia va a ser lanzado por las circunstancias —digamos por la Providencia— a todos los tumultos de la lucha. Poeta y músico, místico y asceta, orador y pole'mista, filósofo, teólogo, exegeta, historiador y, además, súbdito musulmán, iuede alzarse como bastión inexpugnable frente a la furia iconoclasta. Enristra, pues, la pluma, y escribe tres cartas contra el Emperador y contra sus impíos mandatos: tres cartas graves, eruditas, llenas de tan celestial sabiduría que parecen escritas por un ángel. Son las valientes apologías del culto de las imágenes, que han despertado la admiración de los siglos por su sencillez y contundencia: «Lo que es un libro para los que saben leer, eso son las imágenes para los analfabetos. Lo que la palabra obra por el oído, lo obra la imagen por la vista. Las santas imágenes son un memorial de las obras divinas».
Tras estas cartas, escribe sus Paralelos sagrados —colección ascética y moral de textos bíblicos y patrísticos— y La fuente del conocimiento —verdadera Suma Teológica, comparada a veces con la de Santo Tomás— que le conquistará un Puesto honorífico en la curia ilustre de los grandes Doctores y el título de Chrysorrhoas —el que vierte oro— «por la gracia espiritual que centellea en su doctrina», según la expresión de Teófanes.
De Bizancio llueven excomuniones y anatemas sobre el santo campeón. El conciliábulo de 754 anatematizará su memoria con cuatro maldiciones. Nadie consigue paralizar su pluma docta e incontaminada. Entonces surge la torpe calumnia. El emperador Constantino Coprónimo envía al Califa una carta falsificada, en la que Juan, el monje, atenta contra la integridad del Imperio.
Según una antigua tradición, a la que alude la liturgia de la Misa, el Califa mandó cortarle la mano derecha —tenuisti manum déxteram meam—, y la Virgen se la restituyó, diciéndole: «Ya estás curado. hijo mío; eompónme himnos, canta mis glorias y cumple las promesas que me has hecho». Y Juan empieza a escribir bellas trovas en honor de la Señora. «Madre de mi vida —le dice en una de ellas —, haz renacer la calma entre las olas. El león brama buscando a quién devorar. No me abandones entre sus garras, oh Tú, Virgen Inmaculada, que nos diste un Niño divino, domeñador de furias y leones». La Teotókos o Madre de Dios le merece culto de proskínesis o veneración.
San Juan Damasceno quemó todas sus energías con espíritu tenso, hasta el último suspiro. Al morir —749—, exclamaron los herejes: «La Trinidad ha barrido a los tres» —San Germán, San Jorge de Chipre y Juan— pero el ll Concilio de Nicea condenaría la herejía iconoclasta y proclamaría solemnemente: «La Trinidad ha glorificado a los tres».