12 DE MARZO
SAN GREGORIO MAGNO
PAPA Y DOCTOR (540-604)
SE ha dicho que San Gregorio Magno y la Edad Media nacieron el mismo día. Y es cierto. Poseyó en alto grado las virtudes medulares de la «mocedad del Cristianismo», que le es deudora de casi todos sus adelantos. No sabe uno qué admirar más en él: si la ejemplaridad del santo, la cultura casi omnisciente del maestro o la entereza del defensor de la fe y de la justicia. «Cónsul de Dios», «incomparable varón», es uno de esos hombres íntegros, luminosos en todos sus caminos, a quienes Dios parece señalar con el dedo la ruta que conduce a la inmortalidad. Grande por su cuna —hijo del senador Gordiano—, por su talento, por sus «innúmeras buenas obras», hasta por su humildad, representa el colmo de la dignidad humana. El Magno le llamará la historia...
De joven sigue la carrera política. Años perforados de esfuerzos, en desazón constante por aquistar las cumbres de la virtud y la sabiduría. En 574 Justino II le condecora con la alta dignidad de Pretor de Roma. Su ideario político nos lo resume él mismo en pocas palabras: «Nuestro Divino Redentor, tomando carne humana, nos ha devuelto nuestra primera libertad: imitemos su ejemplo libertando de la esclavitud política a los hombres, libres por naturaleza». ¡Qué pauta para hoy! Y en lo moral, su conducta es «la de aquel que no está en la ciudad, porque los tumultos del mundo no llegan a su corazón». Sólo así se comprende que, al morir su padre, renuncie la magistratura y haga de su palacio del Clivus Scauri el monasterium meum, para vestir en él el blanco cendal benedictino...
Su vida es ahora tan sencilla como elevados sus pensamientos. Luego recogerá estas horas monásticas —místicas, dulces, tranquilas— en sus deliciosos Diálogos. «Mi alma añora la vida que gozaba en el monasterio, cuando menospreciaba todo lo que es fugaz, para no pensar sino en el cielo».
De este amable reposo lo saca el papa Benedicto I, para investirle con la púrpura cardenalicia. Un año después 578—, Pelagio II le confía el cargo de apocrisiario o nuncio en la Corte de Constantinopla, donde conoce a nuestro San Leandro. ¡Fina diplomacia y fe incólume las suyas! Tiene un celo impulsivo, pero lleno de caridad; una voluntad firme, pero no desconoce sus límites; perdona al arrepentido, pero no le consiente humillarse hasta la degradación: resiste a un poder superior con valentía, pero al mismo tiempo con respeto; defiende con calor la inocencia oprimida, y llama con dulzura a las ovejas descarriadas. Al patriarca Juan el Ayunador, que se arroga el título de «ecuménico» o universal pontífice, le escribe: «Ya que es necesario suavizar las llagas antes de aplicar el hierro, os ruego con toda caridad que resistáis a los que os adulan, dándoos un nombre lleno de extravagancia y orgullo, desde el momento que no os pertenece».
En febrero del 590 fallece el Papa, y Gregorio es elegido para sucederle. «Sin desear nada, sin tener nada en esta tierra —nos dice lleno de santo temor—, preparábame a estar sobre la cima de un alto monte; pero heme aquí ahora sumergido en el piélago de los negocios, y de tal manera combatido, que puedo repetir con el Salmista: «Fui llevado a alta mar y hundido por las borrascas...».
El panorama europeo no puede ser más negro. Italia devastada por la peste; la guerra a las puertas de Roma; la discordia enconando los ánimos; el clamor del pobre mezclado con los ayes del moribundo. El genio fecundo de Gregorio puede, no sólo afrontar la situación, sino marcar sobre esta tierra dura altas y firmes huellas en la Iglesia. Posee las virtudes del triunfador —dulzura, moderación y tolerancia— tiene la flexibilidad propia de todo espíritu superior; sabe amoldarse a las circunstancias y ser suave y firme a la vez. «Me glorío —escribe a Mauricio Augusto— en ser siervo de los siervos de Dios; más, si alguno levantare su frente contra el Altísimo, sepa que no bajará la mía ni aun con la espada». Y al diácono Sabiniano: «Estoy dispuesto a morir, antes que en mis días hacer decaer a la Iglesia del Apóstol Pedro». Asombra la gigantesca labor de este Pontífice, colocado por la Providencia entre dos edades, «como puente de luz sobre un abismo». «Como un Argos de cien ojos —dice el historiador— dirigía la mirada de su pastoral solicitud a través de todo el mundo». Resiste con fortaleza a las injustas pretensiones de los emperadores bizantinos, defiende la justicia social, quiebra la audacia de los exarcas, envía misioneros a Inglaterra. La reforma del canto litúrgico que lleva su nombre, la supremacía de Roma, el acercamiento de los Visigodos y Longobardos, la formación del clero, la magnificencia del culto divino, etc., o son obra personal de este Pontífice o se inspiran en sus luminosos escritos —por ejemplo, la Regla pastoral— de gran Doctor. Y lo más admirable es que tan graves negocios no le distraen de su personal perfección, porque «si el bienestar del pueblo constituye el alma de su solicitud pastoral», la práctica de la caridad es como el espejo de su acrisolada virtud; tanto, que el mismo Jesucristo viene un día a sentarse a su mesa.
Fue grande hasta en el dolor. Los dos últimos años de su vida, probados por la enfermedad, fueron un martirio. Así, «muriendo cada día sin acabar de morir», se purificó para el eterno abrazo aquel hombre sin par, en cuyo sepulcro pudieron ponerse estas palabras: «Vive por sus innúmeras buenas obras».