31 DE MARZO
SAN NICOLÁS DE FLÜE
ANACORETA Y CONFESOR (1417-1487)
LA vida de San Nicolás de Flüe —«el más ilustre de los confederados», como le llaman sus compatriotas suizos— podría sintetizarse en este lema: A Dios por todos los caminos. Esta parece ser su norma, su ideal, su obsesión: buscar a Dios en todas las cosas, servirle en todas las circunstancias, amarle con libertad de espíritu y corazón en la soledad o en el bullicio, abandonarse ciegamente en los brazos de su amorosa Providencia. «Señor y Dios mío, alejad de mí todo lo que me impida ir a Vos. Señor y Dios mío, concededme todo lo que me acerque a Vos. Señor y Dios mío, que no haya en mí nada que no sea vuestro».
Dios ha hecho de su alma un paisaje bellísimo; más bello que el de su helvética tierra de Unterwald: un paisaje en el que la vida del joven distinguido, del oficial de armas, del padre de familia, del gobernador y del anacoreta, no son sino otros tantos cambiantes arrancados por el Sol divino a la perla preciosa de su alma noble, santificada.
Nicolás es santo desde que tiene uso de razón. Ya de chico da muestras de una clarividencia y equilibrio excepcionales. Sus padres, cristianos a macha martillo, lubrifican con el consejo y el ejemplo los carriles de sus primeros pasos. Nicolás no necesita muchos preceptos: su sinceridad, modestia y candor naturales, le hacen adelantarse a los deseos de ellos con precoz intuición. ¡Cuántas veces le han visto penetrar a hurtadillas en la iglesia de Fluhly para colocar un ramo de flores en el altar de la Virgen!
En su juventud es campesino: duro trabajo el del campo en los gélidos parajes de Melchaa. Pero el sublime espectáculo de la naturaleza, que la fe agranda en su alma, le extasía. Aquello es par.a él como «una biblia en imágenes». Su alma egregia asimila ávidamente cuantas manifestaciones de la Divinidad presencia. Tiene un instinto inefable para hallar a Dios en todo...
En 1440, Nicolás es soldado, defendiendo a su Patria contra la ambición de Carlos el Temerario. Todavía puede verse su espada colgada en la iglesia de Kerns. El antiguo Tschudi nos ha conservado algunos consejos que el Santo da a sus soldados, en calidad de abanderado y jefe de tropa: «Sé piadoso con el vencido. Ten misericordia con las poblaciones ocupadas. Cubre con tu capa al huérfano. No hurtes ni un grano de trigo. Respeta el honor de las mujeres, pues ha sido una- mujer la que nos ha traído la salvación a todos los hombres. Honra la casa de Dios...». Cuando sus conciudadanos quieren quemar el convento de Caterinental, él se opone enérgicamente: «No manchemos la victoria de Dios con nuestra crueldad».
Terminada la campaña, Nicolás vuelve a Sachseln, donde es elegido Consejero superior, «por méritos de guerra». Durante diecinueve años va a ser árbitro de todas las contiendas, amparo del pobre, consolador universal, iris de paz. Luego podrá hacer al cura de Stans esta admirable confesión: «Muchas sentencias he dictado en mi vida y de ninguna me arrepiento. Siempre he implorado a Dios el triunfo de la justicia». El año 1446, se casa con Dorotea Wiss de Schwendi-Sarnen, en la que encuentra un precioso tesoro «por el cual ningún sacrificio es demasiado grande». Dios les concede diez hijos. Rara vez se hallará un matrimonio más feliz: la caridad rige la casa; la obediencia es dulce y cariñosa; la autoridad, paternal; el trabajo, placentero; la oración, continua; el placer, virtuoso. El hogar, en Suma, se parece al alma del justo, que —en frase bíblica— «vive en perpetuo festín». Pero Nicolás no está aún satisfecho. Como todos los grandes héroes de la santidad, que, después de derramar el bien a manos llenas entre sus semejantes, se entregan a una especie de santo egoísmo, suspira por una vida más perfecta. Un día oye esta invitación celestial: «Nicolás, abandona todo lo que amas; Dios mismo se cuidará de ti». ¿Para qué más? Hombre de carácter enérgico —templado en la milicia—, formula una decisión terminante: dejar a su mujer, a sus hijos, su casa y todo cuanto posee, para cumplir a la letra el consejo evangélico. Dorotea, piadosa mujer, acepta resignada esta separación que los une a Dios con un amor más puro y santo. Y Nicolás se retira inmediatamente al valle de Kúster: «un sitio agreste donde ningún rumor humano turba la paz del alma contemplativa». Frisa en los cincuenta años,
Ahora sí que vive a sus anchas —sus anchas son las estrecheces, las apreturas de espíritu— por morada, un antro; por lecho, unas hojas de acebo; por ajuar, una mesa de piedra y una cruz de palo; por alimento, la Sagrada Eucaristía. Los peregrinos se congregan en torno suyo: sabios, obispos, militares, hombres de estado, todos le consultan. Sus labios dictan bellísimas sentencias; su doctrina tiene síntomas de salvación. «Bendice a Dios —dice a una joven madre—; un hogar sin niños es un cielo sin estrellas». Y a un postulante: «Todos los caminos llevan a Dios, menos el del pecado». Y a un incrédulo: «¿Que la conducta del sacerdote no está en consonancia con su doctrina? Peor para él. La planta que recibe el agua de la roca no mira si le viene por conducto de barro o de oro»...
Sólo una vez —en 1477— dejó la soledad. Fue para prestar el último servicio a su Patria, conjurando una guerra civil. Diez años después, rendía a Dios su alma, purificada en el dolor. Suiza le lloró como a Padre. Él la sigue protegiendo desde el Cielo.