jueves, 13 de marzo de 2025

14 DE MARZO. SANTA MATILDE, EMPERATRIZ DE ALEMANIA (872-968)

 


14 DE MARZO

SANTA MATILDE

EMPERATRIZ DE ALEMANIA (872-968)

CON las violetas perfumadas y humildes, el santoral de marzo nos trae esta flor ilustre de la humanidad: Santa Matilde —mirar de heráldica figura—, hija, esposa y madre de reyes, que sobre sus regias vestiduras supo colocar el áureo manto de la virtud y sobre la fastuosa corona de perlas, el cintillo celeste de la humildad. ¡Qué guión, qué pauta, para nuestro afán de grandezas!...

Recatada como una violeta, florecía Matilde allá en la abadía de Herford, bajo la tutela amorosa y santa de su abuela paterna, que era abadesa. ¡Qué linda, qué extraordinariamente hermosa estaba, cuando el príncipe Enrique de Sajonia la vio por primera vez! Cantaba en el coro entre las monjas: las manos entrelazadas, la mirada fija en el altar, el rostro bañado en luz ultraterrena... «Brillaba —dice el cronista— con el fulgor nevado de las azucenas, y al mismo tiempo tenía el color encendido de las fosas».

Thierry de Oldemburgo y Reinhilda, ya no esperó más para pedir su mano, creyendo encontrar en ella la mujer ideal. Matilde, casi niña, inclinada al claustro por virtud y educación, tembló al oír semejante propuesta. Altas razones de Estado la obligaron a ceder, y Enrique se la llevó consigo a su palacio de Quedlimburgo, donde ahora vive como una monja, como una santa.

No se equivocaba el Príncipe. La joven Princesa perfuma toda la Corte con sus virtudes. Majestad simpática, espíritu penitencial, dulzura inefable. Nada más atrayente que su sonrisa, nada más dulce que su trato, nada más admirable que su vida. Oye varias misas cada día, reza las Horas canónicas, con frecuencia ayuna a pan y agua, y a veces pasa la noche en su oratorio en compañía de los ángeles. Su mayor consuelo, su mejor diversión, consiste en remediar a los necesitados, cuya vista le punza el corazón.

Los graneros reales resultan pequeños para satisfacer la vehemencia de su caridad. No puede salir a la calle sin verse rodeada de mendigos desarrapados y malolientes, que la llaman a gritos con el dulce nombre de madre. Es una Emperatriz que sabe compaginar la majestad regia con la sencillez cristiana.

A su lado, Enrique no puede ser malo. Precisamente su prudencia y bondad de carácter son las que le encumbran a la más alta magistratura del Estado, al morir Conrado I de Franconia. A fe que tiene todas las virtudes de un gran rey. Estimulado por el amor que le rinde su santa esposa como un homenaje de admiración, aumenta el prestigio de las iglesias y monasterios, rige al pueblo con justicia, amplifica la paz, magnifica la ley, y sabe encontrar siempre sabias combinaciones para conciliar los intereses de la Religión y de la Patria, garantizando con su paternal tutela el bienestar material y espiritual de sus súbditos. Cierto: no siempre piensa como Matilde, pero su corazón generoso comprende la grandeza de alma de la Emperatriz y la secunda hábil y magnánimamente en su caridad. Ella, por su parte, le ayuda en las grandes empresas, y, mientras él —capitán lleno de brío y decisión— pelea contra los Húngaros, conduce con admirable discreción los asuntos internos del Reino y atiende con solicitud exquisita a la educación de los cinco hijos con que el Cielo ha bendecido tan santa unión: Otón —que más tarde será emperador —, Enrique —Duque de Baviera—, Bruno —obispo y santo— Eduvigis —madre de los reyes Capetos— y Gerberga —reina de Francia— Contadas veces habrá habido dos almas más compenetradas, dos corazones más unidos para obrar el bien.

«Cuando el Rey murió —dice el hagiólogo—, se fue tranquilo a la eternidad, confortado por la caricia alentadora de su esposa. En la última hora le decía: ¡Oh fidelísima y amadísima, gracias le doy a Cristo porque te deja todavía en la tierra! ¡gracias te doy a ti, porque nadie ha encontrado una mujer más firme! Tú mitigaste mis iras; tú me diste un buen consejo siempre que lo necesitaba; tú me apartaste muchas veces de la iniquidad y me enseñaste a ser liberal con los oprimidos».

Aquí empieza para la santa Emperatriz la trocha cuesta arriba de la prueba con que Dios afina a los selectos. Tras la muerte de Enrique, que acepta con resignación heroica, viene la lucha por la corona entre sus dos hijos Otón y Enrique, y cuando la paz y la alegría parecen haberse estabilizado en el palacio real, alguien suscita la acusación malévola de que malversa los tesoros. A ésta sucede la desconfianza de Otón y el alejamiento de la Corte. Pobre, perseguida, confinada en Engern de Westfalia, bendice a Dios en su desgracia como el Patriarca de Idumea. «Es para mí un consuelo ver a mis hijos unidos, aunque sea para perseguirme». Es la hora negra que ella —inmolada en el ara del corazón— ilumina con su confianza ilimitada en la Providencia.

Al cabo, triunfa la justicia. Los hijos vuelven a ser dignos de tal madre, y Matilde, la Emperatriz limosnera, la que manda encender fogatas en los caminos para atenuar el rigor del frío al viandante desvalido, la fundadora de Nordhausen, la que, como en los días de su infancia, viste el hábito benedictino y canta los salmos de David...

El día 14 de marzo del 968 —sábado de Gloria— fue doblemente glorioso para la Iglesia, porque engastó en su corona triunfante una nueva gema: Santa Matilde, Emperatriz.