sábado, 29 de marzo de 2025

30 DE MARZO. SAN JUAN CLÍMACO, ABAD Y ANACORETA (+HACIA EL 635)

 


30 DE MARZO

SAN JUAN CLÍMACO

ABAD Y ANACORETA (+HACIA EL 635)

A historia deja que los primeros años de San Juan Clímaco se pierdan en el anónimo. El propio Daniel de Raite —su primer biógrafo — no sabe nada sobre su infancia; aunque la pulida educación del joven nos permite adjudicarle una ascendencia noble. «Abogado de la ciudad de Antioquía —dice Urbel—, triunfó tal vez desde la misma tribuna que había presenciado los éxitos de San Juan Crisóstomo».

Figura de gran robustez ascética, lo hallamos por primera vez en el bíblico monte Sinaí, colmena de anacoretas y escuela de santos. Tiene dieciséis años. Sin duda un chispazo violento de la gracia le ha descubierto la misteriosa belleza de la vida sencilla y humilde, centrada en Dios, y enamorado de la soledad —flor del desierto —, se ha refugiado en esta santa montaña. Aquí pasará el resto de sus días, «tan perfectamente muerto al mundo, que su alma parecerá estar como despojada de la inteligencia y de la voluntad».

«Sube como Moisés a las cumbres —dice el hagiógrafo—; entra en la nube inaccesible en alas de la contemplación; recibe la ley grabada por la mano divina; aspira el Espíritu Santo; abre la boca para recibir la palabra de vida y de verdad, y, colmado de la luz de la gracia, derrama sobre las almas las riquezas inestimables de su doctrina».

Silencio. Soledad. Soledad que informa hondamente todos los matices y esencias de su vida. No hay lugar que mejor se avenga con su espíritu. Esta altura impresionante, con sus crestas desnudas; este profundo silencio del desierto y los recuerdos que evoca; todo convida a la contemplación. Juan suelta las alas del fervor y,' bajo la santa dirección del anacoreta Martirio, sigue el curso de la vida penitencial. De su gruta, como de un santuario, sube incesantemente al cielo el incienso perfumado de la oración...

Cierto día le vio el abad Stratego, y dijo, leyendo en su futuro: «Juan será, andando el tiempo, una antorcha resplandeciente en el mundo».

Pero, aunque «se esfuerza en vivir como un ángel», antes que el eco de los aplausos de los hombres llega a su celda otro eco terrible y constante, como salido del infierno: son las tentaciones y los asaltos del demonio, disfrazado unas veces de ángel de luz, otras, terrorífico y pavoroso. ¡Dura palestra de la noche oscura, que afinó las almas de los Santos!

Ahora puede darnos ya este sabio consejo: «No temáis los ruidos del tentador, pues el verdadero amante de la penitencia los tiene por fantasmagorías y en manera alguna es turbado ni conmovido... Hallábame un día sentado en mi celda, con tal congoja, que a punto estaba de echarlo todo a rodar. En esto, llegaron a mi retiro unos desconocidos, y empezaron a exaltar con tanto ardor las excelencias de mi vida, que inmediatamente desapareció el desaliento para dar paso a la vanagloria... Admiré entonces cómo el demonio de la vanidad, semejante a un tridente que tiene la punta del medio más larga que las otras, hace guerra a los demás demonios».

Juan es ya un serafín. Su amor nunca satisfecho hacia la Perfección Suma, las vigilias incesantes y las tremendas mortificaciones, le han hecho casi ingrávido. A veces, arrebatado en éxtasis sublime, su cuerpo — dócil al vuelo del espíritu — se eleva sobre la tierra. Dios le ha concedido, además, el don de lágrimas y un poder invencible contra el maligno.

—Tu valimiento ante el Señor es grande —le dice un día el monje Isaac—Habla, y mi alma se verá libre del demonio de la impureza.

—La paz sea contigo, hermano —responde el solitario—. Ten confianza en Dios y la victoria será tuya.

Esto dice, mientras alza los brazos en actitud orante. Su rostro parece transfigurado. En torno se escuchan bramidos infernales. Isaac tiembla de pies a cabeza. Mas, acabada la oración, su alma se inunda de inefable paz.

Aunque instruido en las ciencias profanas y alimentado «con la leche de la Escritura», es en la contemplación solitaria donde Juan bebe las luces superiores que van a colocarle sobre el pavés de la admiración. Su humildad, empero, hace que la antorcha que profetizara el abad Stratego permanezca escondida durante cuarenta años.

Al fin, suena la hora de Dios. El aire puro de las cimas expande el perfume de su santidad y los monjes todos del Sinaí le proclaman abad, pues «conviene que la luz sea colocada en alto». Y el hombre anhelante de humilde retiro tiene que doblegarse ante la voluntad expresa del Cielo y acepta un honor que no desea. Un milagro original confirma la elección:

Aquel día servía a la mesa un maestresala tocado con larga túnica blanca a la usanza hebrea. Nadie le reconoció; pero lo hizo tan bien, que los monjes quisieron felicitarle. Fue imposible dar con él. El nuevo abad les dijo con la mayor sencillez: «No os canséis; el Señor ha ordenado lo necesario para ejercer la hospitalidad en su morada».

En sólo cuatro años de gobierno, Juan realiza en su monasterio el ideal del abad perfecto: observante, celoso, paternal, siempre en vanguardia en las batallas del espíritu. Para sus monjes escribe la Escala del Paraíso —en griego Klimax o Clímaco—, libro que lo coloca entre los escritores ascéticos más eminentes de la Iglesia Oriental.

En 635, Juan se retira de nuevo a la soledad, en Tola. Allí —el día 30 de marzo— coronó Dios su gloriosa existencia con la diadema de la inmortalidad.