16 DE MARZO
SAN ABRAHAM KIDUNAIA
ERMITAÑO EN SIRIA (+366)
SI alguno de vosotros parece sabio —dice San Pablo—, hágase loco para ser sabio». Pocos hombres han comprendido, y menos practicado tan a la letra como San Abraham Kidunaia, este extraño consejo del Apóstol, bellamente paradójico. Si no supiésemos que las conveniencias humanas no bastan siempre para explicar los hechos de los Santos, cuyas determinaciones guía la Providencia, diríamos que el primer hecho de su vida que registra la historia es una tremenda locura...
Hijo de casa opulenta y oriundo de Edesa —hoy Orfa — de Mesopotamia, viené al mundo en la segunda mitad del siglo 111. De genio amable, pero meditabundo, en el primer período de su existencia parece vivir absorto en la contemplación de un enigmático porvenir. Pero sus años juveniles son limpios y lozanos. Al llegar a la mocedad, se ve sorprendido un día por una proposición paterna que, aunque natural, a él lo deja de piedra: el matrimonio. Nunca había pensado en ello. A fuerza de súplicas logran que acepte la mano de una doncella digna de su sangre. La contrariedad de Abraham es notoria. Ni los regocijos nupciales, ni la música, ni los perfumes, ni los banquetes, ni las danzas, pueden apagar la voz misteriosa que le habla en lo interior invitándole a otras bodas más castas. Y he aquí que, en lo más animado de la fiesta, brota fulminante y avasalladora su vocación. Llama a su prometida y, acallando el fuego de la carne, le dice con resolución heroica:
— Hermana, me voy; Dios me llama. No dijo más. Semanas enteras le buscaron sin dar con su paradero. Al cabo lo encontraron en una mísera choza, cerca de la Ciudad. Estaba totalmente desfigurado, hecho una verdadera lástima: el rostro seco por el ayuno, la vigilia y la penitencia; los pies deshechos; el cuerpo envuelto en una piel...
—Se ha vuelto loco —dijéronse apenados—. Y se fueron.
Un día, el silencio religioso del solitario se ve turbado de pronto. ¿Qué es lo que ocurre? Que el loco se ha trocado en sabio, y los hombres, que a través de la penumbra de su morada han vislumbrado su sabiduría sobrenatural, se han dado cita en ella. Quien, busca ejemplaridad y acrecentamiento de fervor; quien, dirección, pues Dios le ha otorgado con mano pródiga el don de discernimiento; todos, en suma, esperan alcanzar algún favor del Cielo por mediación del santo Ermitaño.
Abraham los bendice con angélica simplicidad, sin mostrar preferencias odiosas. Su virtud es alegre, sencilla, simpática, faséinante. No reprende a nadie con ira, ni usa jamás términos duros o altaneros. «Sus palabras —dice San Efrén — iban dirigidas al bien espiritual del oyente, y estaban impregnadas de tanta prudencia y mansedumbre, que nadie .se cansaba de oírle; y tanto su conversación como sus ejemplos movían irresistiblemente a la piedad».
Pasan diez años. La villa de BethKiduna sigue erigiendo templos a los ídolos y martirizando misioneros. Apenado el Obispo de Edesa por tan tenaz resistencia a la doctrina del Evangelio, fija sus ojos en Abraham el ermitaño, cuya fama, pregonada por el milagro, ha llegado también al palacio episcopal. El Santo se horroriza al saber la determinación del Prelado. Sin embargo, la obediencia vence a la humildad, y es ordenado de sacerdote y enviado a la misión de Kiduna.
Ha sonado la hora de pregonar el Credo apostólico ante cielos y tierra, ante fieles e infieles, ante amigos y enemigos; la hora de convertirse en trofeo de Cristo sobre el paganismo, de arrojar la semilla evangélica y fecundarla con lágrimas, sudores y sangre...
El intrépido misionero entra en la temible villa y, con gran escándalo de los paganos, inicia la construcción de una iglesia, predica en la plaza pública y derribar los ídolos con el signo de la cruz. Pronto cae sobre él una turba rabiosa y entre blasfemias, escarnios y palos es arrojado de la Ciudad. Tres veces lo dejan por muerto, y atrae tantas vuelve a aparecer en las calles sano y salvo, correspondiendo a las injurias y denuestos con graciosas y dulces palabras. La constancia y mansedumbre dan al fin su fruto. Dios recompensa al celoso Apóstol con la conversión en masa de Beth-Kiduna.
Un año después ya está Abraham de nuevo en su celda. Ha cumplido su misión entre los hombres. Por eso ahora ha tapiado la puerta, quitándose así toda esperanza de salir. Su único anhelo es gozar hasta la muerte los divinos deleites de la soledad. Tampoco recibe visitas, como no sean las del demonio, que no le da tregua: unas veces le dirige arteras alabanzas, disfrazado de ángel de luz; otras le amenazan de muerte con terribles ademanes; o bien, intenta distraerle en sus rezos con gritos y fantasmagorías. Pero a los ardides del Malo, responde el Santo con increíbles maceraciones sin perder su habitual serenidad y buen humor: esa espiritual alegría con que la gracia fortalece a los siervos de Dios. Con estas armas sale siempre victorioso, y hasta consigue atraer al buen redil a su sobrina María, que abandonara la soledad seducida por un falso monje.
Veintitrés años pasa todavía el Anacoreta en esta vida de terrible ascetismo, esperando la hora de volar a Dios. San Efrén dice que «al partir de este mundo, el santo viejo Abraham tenía el rostro risueño y hermoso, cual si los ángeles hubieran salido a recibir su alma».