viernes, 28 de marzo de 2025

29 DE MARZO. BEATO RAIMUNDO LULIO, MÁRTIR (1235-1315)

 


29 DE MARZO

BEATO RAIMUNDO LULIO

MÁRTIR (1235-1315)

L hilo áureo de la vida —única y original— del Doctor Iluminado, forma un bello poema cuya lectura produce en el alma una emoción dulcísima. Caballero del ideal —a lo Ignacio de Loyola, a lo Francisco Javier—, Raimundo es un soñador irremediable, un loco, si no fuera un santo. Verdaderamente, se necesita tener alma de romántico, para lanzarse, sin temor al ridículo, a la empresa revolucionaria que él afrontó. «¡Ah, Raimundo Lulio! —le dice en El fantástico uno de los interlocutores—. Yo siempre os había creído un poco soñador, pero ahora veo que sois un loco de atar». Y Raimundo contesta: «No sé por qué decís eso. Yo estuve ligado con los lazos matrimoniales; tuve hijos; gocé de muchas riquezas; fui mundano y lujurioso. Todo lo abandoné para servir a Dios libremente y gestionar el honor de su santo Nombre. Y dice verdad, a despecho de la leyenda, que se empeña en hacerlo protagonista de una novela borrascosa. Por encima de todo está su maravillosa conversión, su sonrisa de iluminado, su optimismo radiante, la luz de Palma de Mallorca —su ciudad nativa— y su rica herencia de sangre española…

Hijo de un caballero del rey don Jaime, se presenta muy niño en la Corte y estudia las primeras letras en la escuela palatina. Allí discurre su juventud holgada y bulliciosa. «Hasta la medianía de mi edad, en caminos de locura, en obras de pecado» —nos confesará en su admirable Libro de la Contemplación—. Alma inquieta, corazón apasionado, efervescente, se entrega a «risas y devaneos», cuando no a torpes amoríos; sin que el cariño de una esposa noble y buena, ni el freno de los hijos, ni su alto cargo de Senescal, logren detenerle en su desatentada carrera por las sendas del amor mundano.

«Imaginando estaba una noche una vana canción para la dama a la cual, entonces, con vil y estólido amor quería». De repente, se le apareció Cristo, señalado con rojas vestiduras de Sangre y con el corazón abierto a la misericordia. Por cinco veces mendiga el Señor la amistad del obstinado Caballero que —¡al fin!— cae en los divinos brazos hecho un mar de llanto.

El «juglar mundanal» se ha trocado en «juglar de Dios». En adelante, el Amado será la razón de su vida, y su alma, un cáliz desbordante que aflorará a sus labios es esta apasionada invitación: «Si vosotros, oh amadores, queréis agua, venid a mis ojos desatados en lágrimas; si queréis fuego venid a. mi corazón y encended en él vuestras linternas». Una sola idea le domina, concretada en un pensamiento —«encaminar a los hombres que están en el error y no tienen arte ni doctrina para venir a la verdad»—, y en dos amores —Dios y la ciencia— que, en su entendimiento, vienen a ser uno solo. Toda la fogosidad de su alma, la energía de su carácter y la profundidad y elevación de su talento, se centran en esta suprema aspiración, místicamente velada por un ansia recóndita de martirio: «Quiero morir en un piélago de amor».

Los pasos de Raimundo Lulio por la vía de este bello y heroico ideal son rectilíneos, inaccesibles, admirables. Peregrina a Roca Tallada, a Santiago, a Montserrat. Pasa dos años en el monte Randa, en régimen de penitencia y contemplación. Consagra otros ocho al estudio de las lenguas orientales, de la Teología, de la Filosofía y de las Ciencias. Compone su Arte Magna, el libro apodíctico para rebatir la contumacia de los infieles, y que él concibiera «cuando abrió los ojos a la sabiduría y al amor». Desde 1269 a 1279, su ardor apologético no da treguas a la pluma. Sistematiza su fe y su pensamiento, ordena sus ideas, escribe febrilmente. Es una fecundidad prodigiosa. En pos del Arte Magna viene el espléndido cortejo de casi medio millar de obras, entre las que descuellan: el Libro de la Contemplación — compendio de Teología, Ascética y Mística —, verdadera efusión de su alma; la novela Blanquerna, en la que incluye los idilios de El Amigo y el Amado, de un misticismo excelso, de una poesía arrebatadora; el Desconort y el Cant de Ramón, auténtica confesión, de rico valor psicológico, donde el Santo hace vibrar una emoción nueva, extraordinariamente sincera.

Pero Raimundo no ha nacido para la contemplación solamente: es hombre de acción y de lucha. Confiado en su maravilloso sistema de conquista espiritual, funda, bajo los auspicios del Infante don Jaime de Mallorca, el célebre Colegio de Miramar, donde se enseñan lenguas orientales con afán exclusivamente misionero. Alguien ha llamado a este Colegio «el primer Seminario de Misiones Extranjeras».

Otro día, el Caballero andante del más hermoso ideal emprende una peregrinación fabulosa —tan magnánima, tan ancha, como su alma— a través de todos los mares y de todos los caminos del mundo: Montpellier, París, Roma, Sicilia, Inglaterra, Chipre, Egipto y Palestina, demarcan este -periplo increíble. Quiere encaminar a todos los hombres a Cristo; pero en París es incomprendido y en Roma motejado de mentecato. Raimundo experimenta una tremenda decepción, y llora desencantado.

Le ha fallado su estrategia de combate. ¿Queda todavía algún recurso para salir con honra? Sí: rubricar su vida y su obra con la divina corazonada del martirio. Él escribiera un día: «Señor, espero morir por vuestro amor y por el de aquellos que os aman».

Murió en Bujía, apedreado, «en un piélago de amor»...