viernes, 4 de julio de 2025

05 DE JULIO. SAN MIGUEL DE LOS SANTOS, TRINITARIO DESCALZO (1591-1625)

 


05 DE JULIO

SAN MIGUEL DE LOS SANTOS

TRINITARIO DESCALZO (1591-1625)

SANTOS hay cuyo símbolo puede ser una cruz, un libro, una espada, un cálamo, una paloma o una flor. Para Miguel de los Santos —el abrasado Extático de Vich— ningún símbolo como la llama: una llama que sale de su corazón y se pierde en el corazón de Cristo. Quasi ignis effulgens et thus ardens in igne...; como llama luciente y como grano de incienso en el fuego, se desliza —se quema— su vida en la presencia del Señor, Los biógrafos narran un episodio de alto valor figurativo, a propósito de la vocación de San Miguel de los Santos. El sucedido —¡desahogo de ansias íntimas que punzan su tierno corazón!— tiene auténtico sabor de leyenda, casi de Florecilla.

Cae la tarde. Por la ladera del Montseny, cerca de Vich, suben tres niños: Miguel Jerónimo José Argimir y Monserrada, y dos amiguitos suyos. Cinco años, no más, aparentan. Parece inverosímil. Han oído hablar de los anacoretas y, en su ingenuidad, quieren imitarles. Mediada la cuesta, uno de ellos se da la vuelta. Miguel y su otro compañero ganan la cumbre y se instalan en sendas cuevas. Poco tiempo moran en ellas. El chiquillo que se volviera ha revelado el escondite, y ya van sus padres cuesta arriba.

Don Enrique Argimir halla a su Miguelín dentro de la cueva, hincado de rodillas y llorando.

— ¿Por qué lloras, hijo mío? ¿No me ves a tu lado?

— No, si no tengo miedo —responde el pequeño entre sollozos—. Lloro por lo mucho que los hombres han hecho padecer a Nuestro Señor.

Don Enrique ha empezado a llorar de emoción...

Naturalmente, Miguel no se quedó en el Montseny; pero toda su vida — ascensión continua al monte de la perfección en un arrobo de amor a Cristo — está prefigurada en este ingenuo episodio de su infancia. Es el sello infalible de la elección divina.

A los doce años —ya huérfano— dice a su tutor que quiere ser fraile. Trata éste de disuadirle inútilmente. Miguel llama a las puertas de varios conventos; más en ninguno lo reciben. Su padre se le aparece —así consta en el folio 52 del Proceso vicense— y le anima a hacerse religioso. Como los conventos de Vich siguen cerrados a piedra y lodo, y la llamita de la vocación —hecha ya hoguera al soplo de la gracia— abrasa el alma del chiquillo, se parte para Barcelona a la buena de Dios. En la Ciudad Condal una cristiana señora lo encuentra desfallecido y se lo lleva a su casa. Maravillada de su aire de nobleza, amabilidad y candor, ella misma lo presenta a los Padres Trinitarios, que le acogen con bondad. Y en el mes de agosto de 1603 —mal cumplidos los trece años—, Miguel Argimir y Monserrada viste el hábito blanco de la Orden Redentora de la Santísima Trinidad.

El espíritu de piedad y penitencia que lo llevara al Montseny se hace ahora tan patente en el noviciado que, no sólo su santidad, mas también su claro talento, le colocan en seguida sobre el pavés de la admiración. Y el ilustre padre Jerónimo Dezza lo lleva a Zaragoza a estudiar Humanidades. Allí, oye hablar del fervor de vida y perfecta observancia que reinan en la Reforma Trinitaria, y a ella se pasa —año 1608—, previo consentimiento de sus superiores. Toma un nombre que es por sí solo todo un programa de conducta: Miguel de los Santos.

Pamplona, Madrid, Alcalá, Solana, Sevilla, Baeza y Valladolid —con sus afanes apostólicos— marcan los hitos humanos en su rápido vuelo hacia Dios por vías extraordinarias. Ya siendo estudiante en Baeza tuviera raptos sobrenaturales, pero ahora es un auténtico serafín. La llama del amor es tan viva, que a menudo provoca el incendio del éxtasis: ese goce inefable, que es el arrobo de la belleza divina, privilegio exclusivo de los grandes Santos. Sería interminable referirlos todos, porque le ocurren cada día y en todas partes: hablando a sus hermanos —en calidad de Vicario o Superior de Valladolid—, predicando, confesando, diciendo misa; en la celda, en la iglesia, en las calles de Sevilla... Al verle con los brazos en cruz, la cabeza echada hacia atrás, los ojos inmóviles y fijos, un clamor brota irreprimible y unánime: «i El Santo, el Santo!». A lo que contesta Miguel: «Callaos, hermanos, que soy un abismo de pecados y sólo merezco vuestro desprecio». Cristo, empero, se une también al coro de sus amigos, y llega a trocar místicamente su divino Corazón por el del Santo.

Con este cambio admirable, el amoroso incendio de su alma se hace tan intenso, que en poco tiempo consume el frágil vaso de la corteza humana. Y Miguel de los Santos se va de este mundo en plena primavera —10 de abril de 1625— como una flor más. Sus labios —pétalos de mística rosa — quedan sellados con esta profesión de fe: «Creo en ti, Dios mío, en ti espero y, te amo de todo corazón. Señor: me pesa en el alma de haberte ofendido». ¡Treinta y tres años tan sólo —consummatus in brevi, explevit témpora multa— desde su tibio oriente en Vich hasta su ocaso de fuego en Valladolid! Y es que una existencia como la de Miguel de los Santos, anegada en Dios, no podía prolongarse mucho tiempo. Su paso por la tierra quedó marcado por unas cuantas gotas de amor ardiente, destiladas al contacto con sus hermanos los hombres.