04 DE JULIO
BEATO VALENTÍN DE BERRIO OCHOA
OBISPO Y MÁRTIR (1827-1861)
AL salir por última vez de la risueña Elorrio —su villa nativa— dice entre bromas y veras:
— Voy a hacerme santo, para que tenga alguno Vizcaya.
La humildad habla aquí por boca de Valentín de Berrio-Ochoa, pues en este año de 1853, el primogénito del artesano Juan Isidro y María Mónica Aristi merece ya un altar. Mejor dicho, lo ha merecido siempre.
«Todo Elorrio —escribe un contemporáneo del Beato— miró siempre al niño Valentín como a un ser extraordinario. Jamás se oyó la menor cosa que pudiese desdorar en algo su integérrima fama».
Basta hojear el libro áureo de su vida. De chiquillo —un chiquillo despierto, ingenioso, jovial y hasta un poco bromista— le llaman ya «el. santo». Todos admiran su compostura en la iglesia, su recogimiento cuando ora, su vida candorosa, su docilidad. Pero no es esto sólo. Su hermana Felipa Elvira hará más tarde esta admirable revelación: «Valentinito no se acostaba en cama, y en casa nos complacíamos en atisbarle por un resquicio de la puerta para verle rezar arrodillado en el suelo».
Monaguillo en el convento de Santa Ana —de Madres Dominicas—, el trato con las monjas suscita en su alma el primer germen de vocación religiosa. Con frecuencia se le oye exclamar: a ¡Oh, qué dicha pertenecer a esta gloriosa Orden de Santo Domingo! D. Y llora de santa envidia cada vez que el Padre Mendoza —director espiritual del convento— le cuenta la vida de los misioneros dominicos que marchan a tierras lejanas. ¡Ah, quién le diera a él dejar el mísero taller de su padre, y partir, como los frailes, a predicar el Evangelio más allá de los mares!...
Valentín ingresa en el Seminario de Logroño a los dieciocho años. Aquí sigue siendo santo. Y siguen llamándoselo también. «Mirar a Luis Gonzaga o mirar a Berrio-Ochoa —dice un condiscípulo suyo— es lo mismo». Otro seminarista, admirado de su rara modestia, le pregunta un día:
— Pero, Valentín, ¿qué has hecho que no te atreves a alzar los ojos?
— ¡Ay, pobre de mí! —le responde el Beato— ¡Hartos motivos tengo para imitar al publicano!
Después de muchas estrecheces económicas, que le obligan a suspender la carrera, es elevado a la dignidad sacerdotal en 1851. «Entonces —refiere un testigo— se le ve desplegar sin reservas su apostólico celo y su inflamado amor a Dios y a las almas, ajeno a todo lo presente, al honor y vanidades de este mundo». Tal llega a ser el maravilloso efecto de sus sermones, que los oyentes acuden en tropel a escucharle, diciendo: «¡Vamos, que hoy predica el Santo!».
Pero Valentín no está contento con esta santidad. Ha hecho la firme resolución de subir a las cumbres privilegiadas de los grandes elegidos del Señor. ¿No ha sido ese el vivo deseo de su niñez, cuando no cesaba de repetir: «Quisiera ser fraile, y fraile de la Orden de Predicadores»?
Con ayuda de Dios logra su santo empeño, profesando en el convento de Ocaña el 12 de noviembre de 1854. Poco después es nombrado director espiritual de los Hermanos legos. Y a principios del 57, a petición suya, le destinan a las misiones del Asia Oriental. Al despedirse por carta del párroco de Elorrio, le manifiesta de esta manera sus gozosos presentimientos: «Voy hacia Manila. Cárceles y cadenas me esperan. Vengan, vengan hierro y fuego y toda la rabia del infierno, a trueque de dar a conocer a un hermano infiel las maravillas de la Bondad divina».
El 22 de noviembre, tras breve estancia en Manila, llegó el Beato Berrio-Ochoa a Ja anhelada tierra del Tonkín. Allí se encontró con dos célebres misioneros de la Orden: el joven catalán Almató y el santo obispo Hermosilla. Ambos iban a ser sus compañeros de martirio.
Ruge contra los cristianos la persecución decretada por el tiranuelo Tu-Duc. A miles son martirizados. Uno tras otro caen degollados los Obispos, quienes, previendo su fin, c0nsagran a su sucesor. Perseguido de muerte el Beato Fray Melchor García Sampedro, hace lo propio con Fray Valentín. La noche siguiente a su consagración —14 de junio de 1858— el nuevo Obispo tiene que huir al Vicariato Oriental. Los acontecimientos se precipitan. El 28 de julio muere mártir el Beato Sampedro. Berrio-Ochoa toma sobre sí la carga del Vicariato y se ofrece a Dios como víctima. De noche emprende penosos viajes apostólicos; de día se oculta en las chozas. Su vida pende de un hilo. En medio de tan tremenda inquietud, aún tiene humor —¡qué temple de santo!— para escribir a su madre, imitando el gracioso chapurreo de los vizcaínos: «...No tener cuidado, madre; el hijo bien vivir; yo no tener envidia del Reiña».
El 25 de octubre de 1861 la traición de un infiel le pone en manos de los mandarines. Con él son apresados Hermosilla, Almató y José Khang. Al entrar en la ciudad de Hai-Duong, les mandan pasar sobre la cruz. Berrio-Ochoa dice con voz recia y firme: «Si no la quitáis de ahí, moriremos antes que pasar». Los mandarines quitan la cruz; pero las cabezas de los intrépidos mártires no tardan en rodar por el suelo...
Se ha cumplido una profecía. Vizcaya ya tiene un Santo. Su nombre, Valentín de Berrio-Ochoa.