viernes, 11 de julio de 2025

12 DE JULIO. SAN JUAN GUALBERTO, FUNDADOR DE VALLUMBROSA (+1073)

 


12 DE JULIO

SAN JUAN GUALBERTO

FUNDADOR DE VALLUMBROSA (+1073)

LA vida humana no se desliza por caminos ineluctables. No. Está suspendida por un hilo invisible de la poderosa mano del Criador: un hilo que los antiguos paganos denominaron «destino», «fatalidad», y en el moderno modo cristiano —más rico, más intelectual, más paternal y religioso— se llama «Providencia». Despierta esta reflexión en nuestra mente, el hecho crucial de la vida de San Juan Gualberto; lo que se ha llamado su «camino de Damasco»: aquella tremenda colisión que desdobló, de súbito, su existencia; aquel golpe de gracia —de gracia divina— que separó violentamente en él al «hombre viejo» del «hombre nuevo», de que habla, por experiencia, el Apóstol...

La primera parte del cuadro es la cara negra de una vida de espaldas a Dios, pero sin recargar demasiado los tonos oscuros. Ni su conducta llega a ser depravada, ni sus biógrafos pretenderán nunca buscar por este lado el contraste, presentándonos a un joven disoluto, al estilo del pródigo de la parábola. Al revés: serán siempre sobrios en detalles sobre su juventud.

Juan Gualberto nace en la última década del siglo x, en el seno de una ilustre familia florentina, descendiente, por su padre, de los Visdomini, y entroncada, por la línea materna, con la real estirpe carlovingia. Sin duda alguna, es educado en cristiano; más, su carácter fuerte y apasionado, acaso los malos condiscípulos, los mismos encantos de la «peregrina» Florencia, y, a la postre, la vida rasgada de la milicia, cuya carrera sigue, agostan en breve los retoños de la primera educación. Después, la vida muelle del gran señor acaba por borrar de su alma todo sentimiento piadoso. Juan, insensiblemente, empieza a deslizarse por la pendiente del Vicio, cuando un trágico suceso —el asesinato de Hugo, su único hermano— viene a dar, inesperadamente, nuevo cauce a su vida.

Es la primavera de 1003. A caballo de sus veinte años indómitos, nuestro héroe, bien escoltado, se dirige a Florencia. Su corazón es un mar revuelto, pero en su mente priva una idea: la venganza. Por el honor de la casa, la sangre de Hugo pide a gritos otra sangre: la de su asesino. Es la costumbre de la época. «Mancha de sangre —va murmurando el caballero— con sangre se ha de borrar, y no tendré honra, no seré feliz mientras no lo consiga». De repente, en una revuelta del camino, se encuentra frente a frente con su enemigo, totalmente indefenso. Nunca mejor coyuntura. Requiere con destrepa la espada y, con fiera alegría, le apresta a caer sobre la víctima. Ésta, despavorida, se echa a sus pies, pidiendo perdón por el amor de Cristo crucificado. Es el día de Viernes Santo. Juan Gualberto piensa en el divino Perdonador de injurias. Por su mente cruzan las palabras del Padrenuestro: «Perdónanos como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Sin advertirlo, la espada se le ha caído de las manos. Momento dramático. Él mismo — ¡un Visdomini! — cae también en tierra, herido por el rayo misericordioso de la gracia y, abrazando a su ofensor, le dice estas conmovedoras palabras: «Hermano, como cristiano que soy, no puedo negarte el perdón que me pides por la sangre que hoy derramó Cristo en la cruz».

Juan Gualberto está profundamente impresionado. Apenas acierta a hablar. Impulsado por una fuerza sobrenatural, dirige sus pasos al monasterio benedictino de San Miniato, graciosamente recostado a orillas del Amo. Entra en la iglesia y va a desahogarse a los pies de un Santo Cristo. Al instante ve con asombro cómo la imagen se inclina hacia él, y, al mismo tiempo, siente en su interior que Dios le perdona sus pecados en pago de su buena acción. Este milagro completa la obra de la gracia en el alma del joven caballero: sus ideas, sentimientos y costumbres experimentan una transformación total. Allí mismo —en San Miniato— renuncia para siempre a las vanidades del mundo y se pone la cogulla benedictina resuelto a hacerse santo.

Desde este momento, Dios polariza toda la actividad del nuevo monje. Nada ni nadie podrá detenerle en la carrera emprendida. Con la fogosidad propia de su temperamento y juventud, se da con toda el alma al cumplimiento estricto y seco de la disciplina regular. Promovido a la dignidad abacial, huye, por humildad, de San Miniato y se refugia en la Camáldula. Poco después pide licencia para retirarse a la soledad. El abad —San Romualdo— le anuncia al despedirle su futura misión de Fundador: «Id —le dice— norabuena a establecer la nueva Orden que desea el Señor…».

Hacia el 1050 funda Gualberto su primer monasterio en Vallumbrosa —Florencia— bajo la regla de San Benito, a la que él añade nuevos rigores. Suprime el trabajo manual, pero, a cambio, forma a sus monjes para combatir el mal de su siglo, la simonía. Él mismo desciende de las místicas alturas y toma parte en la lucha. Su voz es rayo que hiere las conciencias, y el milagro, arma invencible que Dios pone en sus manos. Por orden suya, pasa incólume por la prueba del fuego su discípulo San Pedro Aldobrandini, llamado el Ígneo.

Han pasado veinte años. Juan Gualberto ha tocado ya el vértice de la vida terrena. Dios le da la celestial el 12 de julio de 1073. Muchos monasterios de Italia siguen aún con amor sus huellas encendidas...