06 DE JULIO
SANTA MARÍA GORETTI
VIRGEN Y MÁRTIR (1890-1902)
HACE ahora medio siglo que, sonriente, candorosa, linda y rubia como una flor de carne, la pequeña y dulce mártir de la pureza, María Teresa Goretti y Carlini, sube a los altares la historia de una vida blanca, hecha hostia de sangre a los doce años...
La figura y la historia de esta criatura angelical traen a la mente de todo el recuerdo de otra historia y otra figura: la de Inés. María Goretti es la Inés del siglo «El paralelismo no puede ser más perfecto: la misma simplicidad de líneas, el mismo color, y calor del ambiente, el mismo gesto rectilíneo, la misma violencia fulmínea en la muerte. El rostro de la virgencita romana y el del «Lirio de Corinaldo» irradian los mismos encantos. Ambas —«Flores maravillosas de una fe fecunda»— florecen en el jardín doméstico; ambas prefieren el cuchillo a la vileza; ambas enseñan al mundo de ayer, de hoy y de mañana, cosas tan altas y tan olvidadas como el candor y el heroísmo, el sentido del pecado, el aprecio de la virtud, la sencillez de vida, la dulzura de la caridad y la nobleza del perdón...
Pero María Goretti tiene algo que no tiene Inés; algo que la hace más subyugadora, más simpática, más nuestra: su actualidad; el ser «la última novedad de nuestro tiempo». Todavía vive Alejandro Serenelli, su asesino. Todavía viven sus hermanos, Angelo, Mariano, Ersila y Teresa. Acaba de morir su madre, Asunción Carlini. ¡Y qué madre más santa y feliz! Mamá Assunta, con su mirada fatigosa y su sencillo traje negro de aldeana, es una mujer única en el mundo: la primera que en veinte siglos de cristianismo asiste a la canonización solemne de un hijo; de una hija que ella hizo santa.
María Teresa — «ese ángel escapado de un lienzo de Fra Angélico» — viene a la casa de los Goretti el 16 de octubre de 1890 en Corinaldo, una de las más bellas ciudades de Italia. Los amorosos brazos maternales y las puertas de la Iglesia Católica se le abren casi a un mismo tiempo. Es éste un momento 'inefable, tan feliz como fugaz. Muy pronto la penuria económica obligó a la familia a abandonar su mezquino e infecundo patrimonio, «que rinde los brazos y no regala un pedazo de pan a la boca».
¡Dura peregrinación —duro vía crucis— la de los Goretti, a través de Corinàldo, Colle Gianturco, Ferriere de Conca, el Agro Pontino...!
Con el corazón estrujado por la pena, se establecen, al fin, en las posesiones del Conde Attilio Mazzoleni, donde comparten con Juan Serenelli y sus hijos, Alejandro y Gaspar, la roturación y explotación de unas tierras bajas, húmedas y fangosas, sobre las que lanza sus fuegos un bochorno que corrompe la atmósfera. Y, por si fuera poco, muere Luis Goretti, dejando a la pobre viuda —sola con sus cinco hijos y sus mil problemas— al borde de un abismo de miseria.
Pero en este ambiente se cultiva y crece pujante la Religión y la piedad, porque la dulzura del amor y del trabajo de todos adormece las penas. Y así, Mariettina, como sus hermanos, aprende en la escuela del hogar las primeras lecciones de virtud. Aprende, sobre todo, el culto del trabajo y el amor a la pureza lilial. En medio de una vida humilde y paupérrima, este Ángel del hogar doméstico —lo fue, no sólo para su madre y sus hermanitos, sino hasta para los dos Serenelli— va preparando, lentamente, gradualmente, constantemente —porque ni el martirio ni la santidad se improvisan—, la ascensión triunfal a las alturas en que la colocará la Iglesia para que converjan hacia ella las miradas de la moderna juventud. ¡Cómo envidian las gentes de Ferriere de Conca a la madre incomparable que ha sabido formar a esta niña con blancura y amores de ángel!...
Sobreviene la tarde achicharrante y trágica del 5 de julio de 1902. La dulce Marietta —una mujercita en flor— cose y canta en el umbral. Está sola. Cielo limpio. Calma en torno al caserío. De pronto, el que «siempre que la encuentra sola, asedia su virtud), Alejandro Serenelli —corazón túrbido de pasiones— quiebra su quietud angelical. La escena es calificada en los procesos canónicos de diabólicamente horrible y divinamente admirable.
— ¡Ríndete o te mato!
— ¡No, Alejandro, no! ¡Eso es pecado! ¡Dios no lo quiere!... ¡Si tú lo cometes, irás al infierno!
Alejandro la arrastra hasta la cocina. La indefensa niña grita, pide auxilio, resiste, reza. Alejandro, impotente, trocada su lujuria en sadismo brutal, coge un estilete y cose a puñaladas las carnes tiernas y virginales de Marietta, que cae en la misma actitud de la Santa Cecilia de Maderno. ¡Tiene catorce heridas como catorce rosas de sangre que van a florecer en la eterna primavera del cielo!
Estupenda lección la de María. En la dura lucha por la pureza de su alma, se traza una línea firme, fuerte, y la mantiene hasta el martirio. Y muere perdonando a su asesino: gesto heroico que no es sino el último eslabón de una cadena de fidelidades a la gracia.
Han pasado cuarenta y ocho años. Es el 25 de julio de 1950. María Goretti triunfa en la apoteosis de su canonización. Hay tanta gente, que la augusta ceremonia ha de celebrarse al aire libre, en el gran templo abierto de la Plaza de San Pedro. La gloria del «Lirio de Corinaldo» no ha habido esta vez bajo la Gloria artificial de Bernini...