domingo, 6 de julio de 2025

LA PESCA MILAGROSA. Fray Justo Pérez de Urbel

 


LA PESCA MILAGROSA

Fray Justo Pérez de Urbel

CUARTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS

 

Un cristiano jamás podrá olvidar aquel lago Genesareth, íntimamente unido a la vida de su Maestro y a los orígenes de su religión. Es alegre, gracioso y pequeño: seis leguas de largo, por dos de ancho. En su forma ovalada quisieron ver los antiguos la figura de un arpa y le llamaron Kinneroth.

También ellos le amaban: en sus riberas encontraban apacible sombra y huertos fértiles; en sus aguas, pesca abundante y atardeceres deliciosos. Puro, sereno, silencioso, el tapiz movedizo de su superficie se les antojaba a veces un jirón arrancado al cielo claro de Galilea, o un espejo del Señor. Cuando la brisa del Tabor le acariciaba, el sonreía con un leve movimiento, y volvía a caer en apacible sueño; cuando la noche se acercaba por las llanuras de Gerasa, un vasto incendio inflamaba sus aguas, rojas como la púrpura, brillantes come el fuego; y mientras los tonos se apagaban y el aire se cubría de vapores de rosa, de violeta, de azul pálido y de nácar, miles de barcas se mezclaban en la superficie, levantando un murmullo confuso y alegre, en el que los cantos de los pescadores se unían a los gritos de los viajeros y el gemido de las ondas, cortadas por los remos, a las risas de la juventud alocada y elegante que distraía las últimas horas de la tarde en medio de aquel delicioso ambiente. Y de la playa llegaban los ecos de las ciudades que se miraban coquetonas y enamoradas en el pequeño mar, que les daba la vida y se la alegraba. Razón tenían los rabinos de Jerusalén cuando decían: “Dios no ha querido poner aquí los frutos sabrosos de las llanuras de Genesareth: son demasiados sabrosos y su dulzura hubiera hecho olvidad la oración a los peregrinos de Israel.” Porque su suelo es tan fértil, dirá Josefo, que todos los árboles se dan en él: los nogales de los climas fríos y las palmeras de las tierras tropicales, los olivos y las higueras, los granados y los limoneros. Las parras se ven cargadas de frutos casi todo el año y el cerezo apenas cesa de producir.

También Jesús miraba con amor el Lago prodigioso: junto a él empezó su vida pública, en sus orillas encontró sus primeros oyentes, arrullado por sus aguas se durmió muchas veces en las villas que le rodean, derramó sus primeras enseñanzas, y allí dejo, con sus primeros milagros, los símbolos más emocionantes de su Iglesia. Cuando Cafarnaúm era su ciudad , la playa era su escuela y su tribuna una barca, o el tronco de un árbol o el cabezo de una colina, o la tapia de un jardín. Las turbas le seguían, le rodeaban, le asediaban y no acertaban a separarse de él. Así sucedió en aquella mañana inolvidable de la pesca milagrosa. Jesús paseaba por el muelle. En torno suyo, caras mustias, algarabía de niños y mujeres, agitación de trabajo.  En tierra, los pescadores lavaban, limpiaban y remediaban sus redes; en el mar, el agua balanceaba las lanchas amarradas a la orilla: en el aire, la luz tenía ese matiz pálido que sucede a las noches tormentosas y agitadas. Mala, ciertamente, había sido la jornada nocturna para los pescadores: largo forcejear de remos, súbitas acometidas de las olas, continuo luchas contra la cólera de los vientos y, a la postre, los cestos vacíos.  El manso lago tenía también sus ceños y berrinches, pero afortunadamente no eran muy frecuentes ni muy duraderos. Semejante a un niño mimado, pronto cambia sus amenazas en caricias, o bien, fatigado por aquella gimnasia violenta, respira  en un gozoso estremecimiento y se queda dormido.

Así sucedió en esta mañana primaveral de los primeros  meses de la siembra evangélica. En su paseo por la orilla, Jesús encuentra un grupo de hombres que charlan animadamente. Charlan, tal vez, del fracaso de aquella noche; pero en cuanto el  Rabí se detiene junto a ellos, callan respetuosos, miran agradecidos y se disponen a escuchar. Tanto como su lago, aman aquella palabra, que hace navegar sus almas como a través de un océano de paz y claridad. ¡Y que bien se viajaba por aquellos mares ignotos, empujados al dulce soplo de una brisa celeste! Los más bellos atardeceres sobre sus barcas, cuando el sol doraba los peces amontonados en los cestos, no eran más que una pálida imagen. Cansados de la elocuencia formalista, sin calor, sin unción, de los escribas, las buenas gentes escuchaban con avidez este lenguaje lleno de novedad, de vida, de luz y de emoción. El pequeño grupo del principio aumentaba sin cesar; del Lago y de la tierra, de la ciudad y de los campos vecinos, los oyentes llegaban jubilosos, dejando las redes y las herramientas y atando las cabalgaduras en los prados cercanos. La muchedumbre, cada vez más compacta, se arrojaba sobre Jesús, le apretujaba, le sofocaba. Así lo da a entender la expresión evangélica. De pronto, Él fijó los ojos en dos barcas que había junto a la orilla. Las dos estaban vacías. Empujado por el público, subió a una de ellas, y tras El saltó el patrón: "Apártala un poco de la orilla", ordenó Jesús. Su orden fue obedecida inmediatamente, y, libre de empellones y de agobios, continua instruyendo al pueblo amontonado en la ribera.

No sabemos cuál fue el tema del sermón de aquel día. Tal vez expuso alguna profecía semejante a la que acababa de explicar en la sinagoga de Cafarnaúm: Los ciegos ven, los sordos oyen, los pobres son evangelizados. Tal vez recordó aquellas palabras deslumbrantes con que Isaías vaticinaba el esplendor de la Jerusalén mesiánica: "Levántate y salta de gozo, porque la gloria del Señor se ha levantado sobre ti y te ha inundado con sus claridades. Tras de tu luz caminarán las naciones, y los reyes quedaran deslumbrados por tu grandeza. Levanta los ojos, mira en torno y contempla esos pueblos que vienen a ti, apiñados como nubes en el cielo, como vuelos de: palomas en el aire."

 Con estos líricos arrebatos había cantado el profeta los orígenes de la sociedad cristiana, y el Fundador se disponía a dar a la multitud una imagen viva y una prueba convincente de su glorioso advenimiento. Cuando terminó de hablar, miró al patrón y le dijo: "Guía mar adentro y echa las redes." Aquel hombre era ya un admirador, un oyente y un discípulo del Nazareno. Se llamaba Simón, hijo de Cefas. Unos meses antes Jesús le había llamado para agregarle a su escuela. Sin embargo, el pescador seguía viviendo de la pesca, y repartía sus horas entre los cuidados familiares, las tareas del oficio y las meditaciones religiosas despertadas en su alma por aquel predicador extraordinario. Ahora, ante aquella orden inesperada, llénanse de extrañeza. Este hombre, debió de pensar, sabe mucho acerca de los profetas y en las cuestiones del reino de Dios; pero el Lago me lo conozco yo como nadie. Sin embargo, a pesar de la fatiga de aquella noche, dontinado por el prestigio del Maestro, decidiose a obedecer. "Maestro -dijo-, toda la noche hemos estado bregando sin coger nada, pero fiado en tu palabra, echare la red." Y vino el milagro simbólico: Un montón de plata viva palpita en la red; Simón y Andrés forcejean por sacarla del agua; la lancha trepida y cabecea; Santiago y Juan llegan con su barca para ayudar a sus compañeros; rechinan las cuerdas, tensas; la red parece a punto de romperse; un último esfuerzo, y la milagrosa pesca llena las dos barquichuelas.  ¡Oh, cuántos peces! iQué grandes, que hermosos, que brillantes! Jamás se vio una redada semejante en aquel mar de Genesareth. Santiago y Andrés los cuentan alborozados, Juan esta como alelado Por el suceso; Simón, fuera de sí, abrumado y confundido y lleno de estupefacción ante la bondad y condescendencia  que Jesús tenía con él, sin saber si saltar de gozo o llorar de agradecimiento, cae a los pies del Taumaturgo y prorrumpe en estas palabras: "Señor, retírate de mí, porque soy un pobre pecador." Y Cristo, que sabe lo que significan estas palabras, lo que hay en ellas de humildad, de amor, de sumisión, de admiración y de nobleza, le contesta con el llamamiento definitivo: "No temas, en adelante serás pescador de hombres."

Pedro pudo acordarse de aquellas palabras de Ezequiel, que sin duda había oído comentar en la sinagoga: "He aquí mi visión -decía el profeta-: un río brotaba del Templo y se dirigía hacia el Oriente. A dondequiera que llegue ese rio, habrá muchedumbre de peces; y cuantos toquen sus aguas, vivirán. En el trabajaban los pescadores tendiendo sus redes y comiendo piezas tan grandes como las del vasto mar." Desde aquel día, Pedro había de ser uno de esos pescadores misteriosos, el primero de todos ellos, el patrón de la barca espiritual, el jefe de aquella nueva sociedad que empezaba a formarse. En aquella barca, en aquella red, en la pesca emocionante de aquel día, estaba representada la Iglesia. Pedro y sus compañeros caminarían por el mundo echando su red y pescando almas para Cristo; y, tras él, la red pasaría a sus sucesores. El símbolo de la pesca y del pescador se hará popular en la pintura, en la poesía y en todas las artes cristianas. Se le ve en los camafeos, en los sepulcros y en los mosaicos. Clemente de Alejandría recomendaba a los fieles que le reprodujesen en sus anillos, en sus dijes y hasta en sus vestidos. Hoy mismo, el sucesor de Pedro tiene un anillo que se llama el anillo del Pescador. En él se ve a San Pedro extendiendo la red; y a su lado, nuestro Señor, con una caña en la mano, parece decir: "Guía mar adentro y arroja tu red al agua." En resumen, aquel milagro insinuaba dos cosas: el crecimiento asombroso de la Iglesia y la supremacía espiritual de Pedro.