9 DE JULIO
SANTA VERÓNICA DE JULIANIS
ABADESA CAPUCHINA (1660-1727)
EN Fiori di Cielo se lee que Su Santidad Pío IX, al terminar de ver el Diario de Santa Verónica de Julianis —preciosa autobiografía de sublime belleza espiritual—, exclamó sin poder contenerse: Verónica no es una santa; es una gran santa.
Pensamiento que glosa bellamente Monseñor Baccini con estas palabras: «Penitente como Rosa de Lima; confidente como Margarita María; iluminada escritora como Teresa de Jesús; estigmatizada como Francisco de Asís; inflamada de amor como Catalina de Siena, Verónica de Julianis ocupa un lugar privilegiado entre los Santos más admirables».
Hay un hecho en su infancia que nos da la clave de tanta santidad.
Es el año 1664. Benita Mancini, esposa de un distinguido caballero de Mercatello —Italia Central—, va a morir. En torno al lecho, sus cinco hijos. Los ha llamado para darles los últimos consejos.
— Que las llagas del divino Salvador —les dice— sean vuestro asilo toda la vida, hijitos. Os lego una de ellas a cada uno, para que tengáis siempre dónde reposar vuestras inquietudes, dónde fijar vuestro amor.
A Úrsula —la más pequeña— le corresponde la llaga del costado divino. ¡Hermosa herencia, llena de simbolismo! Con ella llegará a ser un día heroína del amor y del dolor...
Dios la previene desde su nacimiento para la gran misión de expiadora, y esmalta su infancia de preciosos carismas. Aún no tiene dos años, cuando dice a un vendedor que intenta falsear el peso de la mercancía: «Sea usted justo, que Dios le ve». A los tres, llega por primera vez a sus oídos la voz de Jesús en forma tan maravillosa, que la arrebata de inefable beatitud. En su voluminoso Diario —escrito por obediencia— nos contará ella misma sus precoces visiones y comunicaciones con el Cielo, así como sus penitencias, no menos precoces. En su intenso deseo de imitar a las Santas Catalina de Siena y Rosa de Lima, se postra un día ante la imagen de la Virgen y le dice candorosamente:
— ¡Oh, Señora mía! ¡Enseñadme a padecer!
Jesús, desde los brazos maternales, le contesta:
— ¡Yo he padecido tanto!...
Y Úrsula:
— Quiero hacer por Vos cuanto Vos habéis hecho por mí.
Y Jesús:
— ¡Esposa mía, la cruz te aguarda! Cristo la ha llamado esposa. ¡Pobre Úrsula! ¡Cuántas contradicciones habrá de sufrir para poder corresponder al divino llamamiento!...
Día triste para Mercatelio el 28 de octubre de 1677. Ursulina, la buena, la amantísima Ursulina —amiga de los pobres y ejemplo luminoso de toda virtud—, deja para siempre su pueblo natal e ingresa en el convento de Capuchinas de Città di Castello. «El Llanto era general» —escribe ella en su Diario—. Al presentarla en el Monasterio, Monseñor Sebastiáni profetiza su radiante porvenir, diciendo a la Abadesa: «Guarde a esta nueva hermana como a un tesoro, porgue será una gran santa».
Úrsula se llama ahora sor Verónica. ¡Y qué bien cuadra este nombre a la que es imagen viva de Cristo, a la que, como Pablo, puede decir: Mihi vívere Christus, et mori lucrum! No importa que sea cocinera o portera, maestra de novicias o abadesa: en todo estado y condición de vida sabe ser heroína de la más fúlgida y auténtica santidad. Parecer no tocar la tierra. Sólo su cuerpo —hundido bajo el peso de la cruz— advierte que aún está en este valle de lágrimas.
Es difícil hallar una criatura humana que, como Verónica de Julianis, viva durante cincuenta años en un mundo ultraterreno: en un mundo de éxtasis y visiones, de oraciones y tormentos, de amor y de dolor.
Un Viernes Santo —el de 1697— se le aparece Cristo crucificado. De sus cinco llagas salen sendos rayos de fuego, que traspasan con acerbísimo dolor los pies, manos y costado de. la vidente. Otro día el Esposo pone sobre la cabeza de Verónica una corona de espinas. Y a este martirio de amor se junta otro más terrible: el de las enfermedades, arideces, tentaciones, sospechas, contradicciones y calumnias. El demonio llega a tomar la misma figura y vestidos de la Santa para ponerla en ridículo ante la Comunidad. Las Hermanas la motejan de falsa y loca. Pero interviene la autoridad eclesiástica y, tras maduro examen, el Obispo de Città di Castello aprueba la sobrenaturalidad de los hechos.
Ha terminado el sacrificio. Verónica ha llegado a la cumbre. «En el crisol del dolor —son sus palabras— se ha purificado el oro de la caridad». Y Cristo, en espléndida visión, la honra con los místicos desposorios, preludio dulcísimo de la unión bienaventurada y eterna del cielo.
Tuvo ésta lugar el día -9 de julio de 1727. En el momento de la partida, el Padre Guelfi, recordando el expreso deseo de la Santa de morir por obediencia, le dijo: «Sor Verónica, si es la voluntad de Dios, salid ya de este mundo». Y ella, con gesto de indecible beatitud, obedeció mansa, alegremente, como lo hiciera toda su vida.
Sus funerales fueron una apoteosis. En su cuerpo se hallaron, milagrosamente impresos: los emblemas de la Pasión de Cristo. Gregorio XVI la elevó a los altares en 1839.