16 DE JULIO
NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN
PATRONA DE LAS GENTES DEL MAR
SE canta por tierras del sur de España:
Yo me asomo a la ventana
y a voces llamo a mi madre;
viendo que no me responde,
llamo a la Virgen del Carmen.
Pero ¿qué tiene esta Virgencita marinera que está tan profundamente enraizada en la entraña de nuestro pueblo, tan metida en lo más hondo del alma española? Lo dice otro cantar:
A la Virgen del Carmen
quiero y adoro,
porque saca las almas
del purgatorio.
Saca la mía, que la tengo penando
de noche y día.
¡La Virgen del Carmen! ¡Bíblica, maternal y milagrosa advocación, que sintetiza todas las bellezas físicas y morales de María, y que la Iglesia trae todos los años, en la mitad de julio —mes lleno de gloriosas efemérides — al recuerdo emocionado de cuantos han sentido alguna vez sobre su frente el beso cálido y fervoroso de una madre!
¡Vedla!: lleva todos los atributos de su celestial realeza. Sentada sobre el solio de una nube, viste —pureza y austeridad— parda túnica y nevado manto; corona real ciñe sus sienes virginales; su diestra ostenta el cetro imperial; coros de ángeles la circuyen cantando sus glorias de Madre y de Reina... ¡Es la Flos Carmeli: la Flor del Carmelo! «Tu cabeza —se cantó en los Cantares— como la cumbre del Carmelo. Tiene la gloria del Líbano, la belleza de Sarón y todos los encantos del Carmelo...».
Para el peregrino de Tierra Santa, aparte Nazaret, Belén y Jerusalén, no hay otro nombre más dulce, ni otro lugar más lleno de atractivos y recuerdos que este bíblico Monte, trono y escabel de María, símbolo diáfano de todas sus riquezas, gracias y hermosuras. «Carmelo, viña de Dios» —decían los hebreos recordando que desde él vio el profeta Elías levantarse aquella nubecilla «pequeña como la huella del pie de un hombre», pero cargada de esperanzas para los campos abrasados... El Carmelo, fecundo y pródigo —santificado con la presencia del Profeta del fuego y de sus discípulos, que derramaron sobre él su oración impetuosa— nutrió con sus frutos el Viejo Testamento y ha dado al Nuevo la más hermosa Flor: la Virgen del Carmen, de cuyo seno brotó el verdadero Fruto de Vida... El Carmelo ha sido siempre —como quiere su nombre— huerto perfumado de los recuerdos de la Señora : allí, dominando un paisaje de ensueño, mirando a sus hijos de Europa a través del prisma encantado del Mediterráneo, está Ella desde los primeros siglos del Cristianismo, como nubecilla esperanzadora cargada de celestiales tesoros, como «rocío que hace florecer los corazones yermos», como «chorro de luz que asalta en el camino oscuro del mal y de la vida...»a Ya en tiempos de Santa Elena surge el primer Santuario mariano, a cuya sombra se acogen los nuevos eremitas del Carmen —herederos de los solitarios de Israel para consumirse como lámparas votivas a los pies de su Reina y ofrendarle su sangre en el glorioso crisol de las Cruzadas.
El 16 de julio de 1251 será un día de eterna recordación en los anales carmelitanos. La Virgen, rodeada de una legión de ángeles, se aparece a San Simón Stock —sexto General del Carmen— y le hace solemne entrega del santo Escapulario: «Recibe, amado hijo, este Escapulario, como signo distintivo de tu Orden y prenda del privilegio que he alcanzado para ti y para todos los Hijos del Carmelo, Quien muera con él, no padecerá las penas del infierno. Es una señal de salvación, una salvaguardia en los peligros, una garantía de paz y de protección hasta el fin de los siglos». ¡Regalo espléndido y gentil, regalo de gran señora, de reina, de madre!
El santo Escapulario es «la señal de los hijos de María», el talismán milagroso, el faro, la brújula, el áncora de salvación para cuantos navegamos por el proceloso mar de la vida, el emblema de la fe del soldado que en él pone la esperanza de volver a la Patria o al hogar, cubierto de laureles y de cruces. Pero ¿no recordáis la canción?
El santo Escapulario
que me diste al marchar,
del pecho que te adora
nunca se apartará.
También a San Simón Stock se le abrasó el alma a su contacto, y las llamas de la inspiración le arrancaron esta plegaria, bella como los encajes de oro de un altar: «¡Flor del Carmelo, —Vid floreciente,— Fulgor del cielo,— Virgen fecunda, tan singular,— Virgen Y Madre dulce y clemente, —de privilegios por siempre inunda— a tu Carmelo, Astro del mar!».
¿Comprendéis ahora por qué está tan metida en la entraña del pueblo cristiano —y más en España, tierra mariana y carmelitana por excelencia— la devoción a la Virgen del Carmen? ¿Por qué nuestras mujeres llevan su nombre? ¿Por qué no existe población marinera que no celebre hoy la procesión de las barcas engalanadas? ¿Por qué las gentes de mar, de vida azarosa, dura, dramática a veces, aclaman a la Virgen de sus zozobras con la más poética de las advocaciones? ¿Por qué nuestros bravos marinos —traje azul y blanco, como el manto de María y las aguas del Mediterráneo que llegan hasta el Carmelo — la han elegido por Patrona, y, con el pecho henchido de ilusiones le cantan el «¡Salve, Estrella de los Mares!»?...