lunes, 14 de julio de 2025

15 DE JULIO. SAN ENRIQUE, EMPERADOR DE ALEMANIA (973-1024)

 


15 DE JULIO

SAN ENRIQUE

EMPERADOR DE ALEMANIA (973-1024)

LA conquista más difícil y heroica de los reyes santos ha sido, sin duda, la de su santidad; porque es ésta una flor delicadísima que no suele darse en el ambiente palaciego de comodidad y regalo. Por eso es tan poco frecuente el hecho de que un hombre suba del solio real a los altares; por eso los reyes santos son un timbre de gloria para la humanidad; por eso, en fin, su nombre se graba más intensamente en Ja memoria de los pueblos que el de los capitanes y conquistadores sus contemporáneos. La Iglesia hace hoy hincapié en esta idea en la oración conmemorativa de San Enrique: «¡Oh, Dios! —dice bellamente—, que en este día trasladaste al bienaventurado Enrique de las cimas del imperio terrenal al reino eterno: humildemente te rogamos que así como a él, prevenido por la abundancia de tu gracia, le concediste sobreponerse a las delicias del siglo, así hagas que, imitándole, evitemos los halagos de esta vida y lleguemos a Ti con alma pura».

Sobre el lugar y fecha de nacimiento de este santo Rey se ha discutido ya bastante. Sin pretender nosotros resolver el problema, diremos que las modernas investigaciones históricas dan la preferencia al castillo de Abaudi —sobre el Danubio—, y al año 973. Nieto de Otón el Grande y de Carlomagno, e hijo primogénito de los Duques de Baviera, su entrada en el mundo —en días aciagos para su familia— viene a despertar los recelos de Otón II, enemigo irreconciliable de su padre, Enrique II el Pendenciero. El monasterio de Hildesheim le protege durante los primeros años de su infancia contra las suspicacias del poderoso Emperador. Allí, al lado de los monjes, al mismo tiempo que las letras y los salmos, aprende la práctica de las virtudes cristianas, y en su corazón tierno y dócil arraiga un intenso anhelo de perfección, que será más tarde alma y nervio de su conducta. Completa luego su educación bajo la tutela de San Volfango obispo de Ratisbona — quien, adivinando la futura grandeza del joven Príncipe vuelca en él todos. los tesoros de su alma grande. Como Enrique es de carácter dulce, de recto y pío corazón, de ingenio pronto y dúctil, de buen natural, en una palabra, la santa semilla cae en una tierra inmejorable y produce el ciento por uno. En pocos años, el futuro Jerarca de la Cristiandad adquiere esa flexibilidad de espíritu —tan suya— ese discernimiento en las cosas de la Iglesia y esa amplitud y moderación de ideas que constituyen el secreto de su éxito en el difícil arte de gobernar a los hombres con la ley de Dios. Pocas veces ha estado la Historia tan acertada como al llamar Piadoso a Enrique II de Alemania, porque este nombre es con propiedad cifra y síntesis de su vida, consagrada totalmente a la virtud. Sería interesante —y aleccionador, en estos tiempos de tan turbios manejos políticos— pormenorizar la limpia actuación de este Rey santo a través de todas sus empresas. Pero no podemos seguirle sino a grandes trancos.

A los veintidós años ciñe la corona ducal de Baviera. En 1002 es proclamado rey de Germania, en Maguncia. El 14 de febrero de 1014, Benedicto VIII lo consagra Emperador del Sacro Romano Imperio. Con tal motivo, y en premio a su celo por la Religión, el Papa le regala un globo de oro y pedrería, rematado en una cruz. «Beatísimo Padre —dice el Emperador al Pontífice—, me dais una sabia lección, mostrándome, por este símbolo de mi imperio, cómo ha de gobernar un soldado de Cristo». Y, admirando la riqueza del presente, añade: «Nadie más digno de poseerlo que, los que, alejados del mundo, se consagran a la virtud y viven en intimidad con Dios». Y manda llevarlo a la abadía de Cluny. Duque, rey o emperador. La política de Enrique es siempre la misma: la del «Príncipe cristiano», de que habla San Roberto Belarmino; la «política de Cristo», que dirá nuestro Quevedo. Entusiasta de la religión católica, procura extender doquiera su bienhechora influencia: pacifica los pueblos, defiende los derechos de la Iglesia, destruye el paganismo de los eslavos, establece en todas partes la justicia. Dios es el oráculo de todas sus empresas. Con su ayuda vence a los polacos, a los normandos, a los griegos y a los lombardos. Extingue el cisma del antipapa Gregorio y mantiene el poder temporal de Benedicto VIII. Hace un viaje triunfal de paz por todo el Imperio: funda monasterios e iglesias; impone la disciplina romana; reúne dietas conciliadoras; influye en la conversión de San Esteban de Hungría.

Pero esta vida de acción, de agitación, de soldado, contrasta con su vida privada, quieta, humilde, piadosa, de monje. En sus viajes se hospeda en los conventos y asiste a las vigilias monacales. Unido en matrimonio a la dulce y pura Cunegunda, guardan absoluta virginidad. Su vida toda se derrama en caridades. Ya al fin de su carrera, añorando los días felices de Hildesheim, se recluye en el monasterio de Vanne. Pero el abad Ricardo le ordena, en virtud de santa obediencia, que vuelva a ocupar el trono. Poco después —13 de julio de 1024— recibe la corona eterna en el castillo de Grona. En la catedral de Bamberg aún se ve el regio monumento levantado a la memoria de 10$ «Santos Enrique y Cunegunda, que brillaron en medio de las tinieblas de su tiempo como dos lises de oro sobre el altar».