domingo, 13 de julio de 2025

"YO OS DIGO". Fray Justo Pérez de Urbel

 

 


QUINTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

"YO OS DIGO"

Fray Justo Pérez de Urbel

El agua fue purificada por el contacto de la carne de Cristo; la sangre del Redentor lavó la tierra maldita el día de la culpa; un fuego divino bajó del Cielo sobre las cabezas de los hombres. Es ya el cielo nuevo y la tierra nueva que había anunciado el profeta, con aguas más claras, con flores más bellas, con estrellas más puras. Un cielo nuevo, espejo de un espíritu nuevo; una tierra nueva, alegrada por el gozoso palpitar de un corazón renovado y regenerado; y en armonía con esa renovación universal, que cantábamos en la Pascua del Espíritu Santo, una ley nueva, la ley del fuego y del amor. El domingo quinto después de Pentecostés insiste sobre esa ley nueva al recordar al cristiano las exigencias del amor perfecto.

El evangelio es un breve fragmento del sermón de la montaña. Cristo está en los comienzos de su vida pública; acaba de escoger a los Doce; todavía no se le espía, ni se le odia, o, si tiene enemigos, sólo le miran de lejos, sin atreverse a entibiar el entusiasmo de la muchedumbre. Puede hablar con claridad, sin temer que se interpreten mal sus palabras, sin ocultar su pensamiento en parábolas misteriosas. El más bello programa de paz, de salud y de amor brota de los labios divinos, revestido de las más bellas imágenes, de las más emocionantes palabras que escucharon jamás los hombres El profeta Isaías debía ver de lejos esta escena y escuchar estas palabras, cuando decía: "iCuán hermosos son los pies del que sobre las montañas predica el bien y anuncia la paz!"

Jesús está sentado al pie de una palmera en la altura de Kourn Hattin, la montaña de las bienaventuranzas; miles de ojos se clavan en sus ojos, y un bello panorama se extiende delante de Él. Se ven las campiñas que rodean el lago de las maravillas evangélicas; los campos floridos, las viñas de un verde tierno y primerizo, la villa de chimeneas humeantes -Safed-, que va a ser la imagen de la Iglesia. Todo este escenario se va a reflejar en el sermón; todos sus colores, sus ruidos, sus movimientos: los huertos esmaltados de azucenas, los pámpanos de las vides, los setos de zarzas y de espinas, las higueras que crecen en los lugares resguardados, los pajaros que cruzan el aire, los pescadores de Betsaida y Tiberiades, que tuercen la cabeza al oír hablar del padre que da a su hijo una serpiente en lugar de un pez; hasta los pobres animalitos que buscan su alimento a las puertas de las casas. Nada más sublime, y, sin embargo, nada más realista, nada más casero, nada más popular.

Primero, el pórtico fulgido de las Bienaventuranzas; despues, la oración maravillosa, el Padrenuestro, que solo un Dios podía enseñar, y el anuncio de una renovación en la norma de la moralidad, la contraposición entre la ley antigua y la ley nueva: "Se dijo a los antiguos..., pero Yo os digo a vosotros..». Aquí entra el evangelio de este domingo: "Se dijo a los antiguos: no matarás, porque el que matare, será condenado en juicio. Pero Yo os digo a vosotros que el juicio le ha merecido ya cualquiera que se irrita contra su hermano..."

Es una nueva justicia frente a la justicia de los escribas y los fariseos, y mas aun frente a la justicia de los pueblos de la antigüedad. Es que la cólera representa el primer paso hacia el homicidio. Con frecuencia lo que la detiene no es el deseo, sino el temor. Y es el acto interno lo que importa en la religión del espíritu. Para que desaparezca la mala hierba, es preciso arrancar la raíz de donde procede.. Solo una coacción externa impide que el odio se derrame al exterior. Espontáneamente tiende a estallar, a manifestarse, a quitar el honor, la felicidad, la vida de aquel a quien se odia. El amor conserva, el odio destruye. Sacando la conclusión de esta doctrina de su Maestro, dirá luego el discípulo amado: "El que odia a su hermano es homicida, como Caín." Nada importa que no haya manchado sus manos en la sangre enemiga. Si ha odiado, está cometido el homicidio. El odio tiene sed de sangre, y aun derramándola no se sacia.

He aquí el riguroso imperativo de la nueva ley. Hay que atajar el homicidio en su origen, en la ira, en el odio, en la burla, en el insulto, en la simple ironía. El hombre es algo débil, quebradizo; despreciable. La verdad y el error, el bien y el mal se disputan su corazón y su espíritu, su conducta y su vida. A veces el vicio le lleva hasta la infamia, hasta la aberración, hasta una monstruosidad repugnante. Aun entonces conserva todo su vigor el altísimo precepto del sermón de la montaña. Bellamente lo dice San Agustín: "El que vive según Dios, no debe odiar al hombre a causa de sus vicios, ni amar el vicio a causa del hombre; debe odiar el vicio sin odiar al hombre, y amar al hombre sin amar el vicio."

He aquí una cosa que no se dijo a los antiguos. Los primeros legisladores, los pastores de los pueblos nacientes, los reyes que crearon los grandes imperios del Oriente, se contentaron con domar la bestia, con doblegar las violencias más salvajes, con refrenar un poco los instintos feroces, por los cuales pudo decirse que "el hombre es un lobo para el hombre". No fue una moralidad mucho más alta la de los maestros y educadores de los pueblos primitivos, rapsodas, filósofos, moralistas y dogmatizadores. La ira, para ellos, era más dulce que la miel que gotea en la boca; así decía Homero. La justicia consistía en saber amar y odiar a tiempo y con medida; son las palabras del filósofo chino. La prudencia, en no manifestar un odio intemperante. El más sabio de los griegos llega a decir "que el no resistirse a las ofensas es propio de esclavos"; y, entre los hebreos, la cima del sentido común en la máxima famosa: "Ojo por ojo y diente por diente."

Frente a esta vieja sabiduría, tan pobre, tan cobarde, tan inhumana, está la doctrina de Cristo, novedad eterna de grandeza siempre nueva, altísima y soberanamente razonable, aunque parezca absurda a quienes no tengan los ojos de la fe y del amor.