domingo, 13 de julio de 2025

14 DE JULIO. SAN BUENAVENTURA, DOCTOR DE LA IGLESIA (1221-1274)

 


14 DE JULIO

SAN BUENAVENTURA

DOCTOR DE LA IGLESIA (1221-1274)

LA figura del Doctor Seráfico es de tal magnitud, que cierra el paso a todo comentario solemne y pide un humilde loor, una visión simple, armónica, vibrante, que sea a la vez ejemplo de vida y luz de eternidad. De otro modo, ¿cómo podríamos, en un par de páginas, hablar de su saber e inocencia, de su amor a la verdad, de su matidez de principios, de su ciencia y humildad, de su trabajo absorbente, de su austeridad, de su moralidad, de su ardimiento, de su tesón, de su bondad inagotable? San Buenaventura brilla con luz propia entre los fulgores de la centuria más grande de la Iglesia: el siglo XIII. Y no hay otra manera de verle que como le ve Hefele, de un golpe de vista: «uniendo los dos elementos de donde procede todo lo más noble y sublime, lo más grande y bello de la Edad Media, esa «mocedad del Cristianismo»: piedad tierna y sabiduría profunda». Y luego —y este es nuestro propósito— recoger con admiración y respeto unas cuantas espigas en el campo ubérrimo de -su vida, de su obra, de su santidad...

O buona ventura! O buona ventura! —le dijera un día San Francisco de Asís allá en su pueblo de Bagnorea, cuando todavía era niño y se llamaba Juan de Fidenza. Y, mientras le devolvía milagrosamente la salud, el Serafín umbro trasmitía un rayo de su espíritu al que había de ser llamado «segundo fundador» de los Frailes Menores. Nombre y espíritu le daba. ¡Buenaventura!: felicidad de saberse caminando hacia Dios, bajo la franciscana consigna: «i Dios mío y todas mis cosas!»

Buenaventura profesó en la Orden del Poverello. Cumplía los veintidós años cuando fue enviado a estudiar a la Universidad de París. A estudiar y a hacerse miembro de ese triunvirato excelso de santidad y sabiduría que con él forman Tomás de Aquino y Alberto Magno. A «su padre y maestro», Alejandro de Hales —el Doctor Irrefragable — se le cayó un día de los labios esta exclamación: «¡No hallo en Buenaventura la huella del pecado original! D. Así era su juventud de enfervorizada, de «consagrada» al estudio y a la virtud. Se recibió de Doctor y conquistó una cátedra en la Sorbona, hacia el 1253. Allí estaba también Tomás.

Tomás y Buenaventura. ¡Qué lección de amistad, de santidad, de sabiduría! El paralelo se impone. El Angélico y el Seráfico son, en verdad, dos naturalezas distintas: Tomás, todo talento; Buenaventura, todo corazón; el uno, un serafín por el ardor; el otro, un ángel por la luz. Y, sin embargo, se aman y se comprenden: «porque existe entre ambos —lo dirá el papa Sixto V— una unión perfecta, una semejanza maravillosa de genio, de mérito y de virtud; porque son dos olivos, dos candelabros que, con el óleo de la caridad y la luz de la ciencia, alumbran a la par la Iglesia de Dios». Se cuentan varias anécdotas respecto de sus mutuas relaciones. Un día va Tomás a visitar a su amigo, y al ver que está escribiendo la vida de San Francisco, se retira exclamando: «Dejemos al Santo que trabaje por el Santo». Les manda el Papa que cada uno componga el oficio para la festividad del Corpus. En presencia del Pontífice empieza a leer Tomás su incomparable redacción, mientras Buenaventura hace añicos la suya, extasiado ante tantas bellezas. El pincel ascético de Zurbarán ha inmortalizado otra escena, también conocida: Admirado el Angélico de la doctrina y mística sublime del Seráfico, le pregunta cuál es la fuente de su inspiración. Y éste, señalándole un crucifijo, le responde: «Esta es la verdad; la fuente de mi doctrina; de estas sagradas llagas fluyen mis luces». Nunca recibiera Tomás lección más alta y provechosa.

Buenaventura hereda del Poverello da locura de la sabiduría de Cristo». Por ella se convierte en «Príncipe de los Místicos», como le llamó León XIII. Su Examerón, su Camino para llegar a Dios, su Espejo de la Virgen, todas sus obras, revelan una ciencia divina y son como el reflejo y la belleza de sus puros y altísimos sentimientos. Pero lo más hermoso es que esta vida de plenitud de Cristo la derrama cual lluvia benéfica sobre los demás, proyectándola en todas sus actividades. Y el profesor sabio y piadoso sabe ser también gobernante genial, cuando le nombran Ministro General de la Orden, en 1257. Durante los dieciocho años de su generalato transmite a sus frailes el genuino espíritu el Fundador, fomentando las virtudes típicamente franciscanas: adhesión al Papa, devoción a la Pasión, a la Eucaristía, a la Virgen, a la Liturgia. Su humildad es proverbial. Cuando llega la comisión portadora del capelo cardenalicio que Gregorio X le concede, lo encuentra fregando platos. El mismo Pontífice exalta sus dotes insólitas, al encargarle que prepare las cuestiones que se han de tratar en el Concilio II de Lyon, al que es invitado juntamente con Tomás de Aquino.

Tomás murió en el viaje. Buenaventura asistió a la apertura de la Asamblea —7 de mayo de 1274—, y dio una soberbia lección sobre la supremacía de la Iglesia Romana, sentando las bases al dogma de la Infalibilidad Pontificia. Pero falleció también durante las sesiones. En el trance supremo, como los vómitos le impidieran recibir el santo Viático, pidió que le acercasen el Santísimo. Y todos los presentes vieron con pasmo, cómo una Hostia blanca penetraba en su pecho, mientras sobre su corazón florecía una rosa de púrpura, símbolo de su inflamado amor…