13 DE JULIO
SAN EUGENIO
ARZOBISPO DE CARTAGO (+HACIA EL AÑO 505)
SAN Eugenio de Cartago es uno de esos hombres recios como las rocas —al estilo de Atanasio— a quienes no doblegan ni la brisa tentadora de los halagos, ni el huracán de las más violentas persecuciones. Esta es la faceta sobresaliente de su vida: la firmeza de carácter, la cruda intrepidez para hablar, la soberana valentía para defender la verdad católica. Su lema de combate, el de los Apóstoles: obedecer a Dios antes que a los hombres. Por eso sufre las iras de un rey sanguinario...
El año 429 entran los vándalos en África por Gibraltar. Diez más tarde, su rey Genserico, cuyo fanatismo arriano sólo puede equipararse con su odio y crueldad contra los católicos, se apoderó de Cartago. La sangre generosa de numerosos mártires riega durante muchos años los secos arenales africanos. En 477 muere Genserico. Su hijo, Hunerico, abre un claro de paz en medio de la persecución, con una tolerancia impíamente calculada. Hasta consiente, aboliendo un decreto de Genserico, que se elija obispo para la sede de Cartago, vacante veinticinco años. El rescripto publicado por Hunerico se expresaba en estos términos:
«El emperador Zenón y la noble Placidia nos han escrito, manifestando su deseo de ver a un obispo al frente de la Iglesia de Cartago. La idea nos parece buena. Por ello, quedáis en completa libertad para elegir a quien os plazca y practicar vuestra religión. Siempre, claro se está, que el Emperador proceda de igual modo con los arrianos en su Imperio. De lo contrario, sabed que, tanto el obispo elegido como todo el clero de África, serán deportados a Mauritania».
Como se advierte, el edicto llevaba entre sus palabras el enredo del equívoco y el veneno de la mala intención. Muchos, al principio, se negaron a suscribirlo. Sin embargo, pronto comprendieron que el terrible dilema entrañaba dos proposiciones igualmente mortales. Y aceptaron el aparente favor del vándalo, eligiendo a un venerable presbítero llamado Eugenio. «Cuando vio que tenía un obispo —dice Víctor de Vite—, y un obispo sentado en su trono, la juventud católica, que nunca había visto cosa semejante, fue asaltada por una especie de delirio, por una alegría frenética, que llenó de cólera a los clérigos arrianos». Esto sucedía el año 481.
Nada dice la historia sobre la vida anterior del hombre que, en circunstancias tan graves, viene a ocupar la sede que un día honraran los Ciprianos y los Agustines. Pero desde este momento, su. figura pasa al primer plano de la actualidad cartaginesa. Eugenio es un pastor incomparable: sabio, santo, intrépido, animado de heroica caridad. Todo lo pone al servicio de la Iglesia, lanzándose a la empresa con una confianza ilimitada en la Providencia; confianza en la que a un entusiasmo delirante se junta la más prudente cautela. A imitación del Apóstol, «predica la palabra de Dios; insta a tiempo y a destiempo: reprende, suplica, comenta, enseña, vela, trabaja en todo, hace obras de evangelista, cumple con su ministerio...». La pluma es en sus manos un arma defensiva y un instrumento de apostolado. Ahí están todavía sus célebres tratados: Exhortación a los fieles de Cartago, Exposición de la fe católica, Apología de la fe y fragmentos de la Discusión con los arrianos. Por todo esto, la fama le aureola, y la envidia le atrae la enemiga de los herejes, especialmente, la de su patriarca, el impío Cirila.
Un día vienen a decirle de parte del Rey, que prohíba la entrada en el templo a las personas vestidas a la usanza vándala. «La casa de Dios —responde Eugenio con entereza — está abierta para todo el mundo; no seré yo quien impida a nadie entrar en ella».
Esta noble postura del Obispo es la señal de una nueva persecución que, dirigida al principio contra algunos fieles de Cartago, termina haciéndose general y cruenta. Confiscaciones, violencias, atropellos, calumnias, vejaciones, asesinatos, destierros; de todo hay en ella. Cerca de cinco mil, entre obispos, sacerdotes y católicos son deportados a Mauritania, con befa de todo humanitario sentimiento. Y, para mayor escarnio, Hunerico aún tiene el cinismo de organizar en Cartago una asamblea de obispos católicos y arrianos —año 484—, en la que no pretende otra cosa que dar a su bárbara conducta cierta apariencia de razón. De esta reunión los obispos católicos salen deportados para la isla de Córcega. Eugenio, víctima de las intrigas de Cirila, es llevado a un desierto de Trípoli.
Tres meses después muere el Rey, consumido por una enfermedad terrible y vergonzosa. Todos ven en ello el castigo de la divina venganza. Le sucede en el trono Gombod, que abre las cárceles y permite a los confinados volver a sus hogares. Tras breve intervalo de paz, Trasamundo renueva la persecución. San Eugenio es desterrado a Córcega, según la opinión más común. De allí pasa a Italia y, siguiendo la vía romana de la Galia, llega hasta Albí. En esta ciudad entrega dulcemente a Dios su vida auténtica y llena, hecha blanco de contradicción por amor de Jesucristo.
Sobre su tumba se hizo flor de milagros esta bienaventuranza: ¡Dichosos seréis cuando los hombres os persiguieren por causa de mi nombre! ¡Alegraos entonces, porque grande es el premio que os espera en el cielo!...