10 DE NOVIEMBRE
SAN ANDRÉS AVELINO
TEATINO (1521-1608)
EN la mañana del 10 de noviembre de 1608, al momento de pronunciar las palabras: Introibo ad altare Dei, caía desplomado al pie del altar, víctima de un ataque apoplético, San Andrés Avelino, «si es que podía caer —como se expresa Clemente XI en la Bula de canonización— aquel anciano intrépido que encaneciera en el servicio de Cristo y de su Iglesia, y a quien la muerte sorprendía combatiendo por la Fe...».
Coetáneo, amigo, y no menos admirable que San Carlos Borromeo, la prodigiosa y patriarcal existencia de este Santo —gloria astral de la Congregación Teatina— abarca en cerca de noventa años el período cumbre del Renacimiento. Misionero y escritor, a él, tanto cómo al que más, corresponde la gloria de haber sido heraldo de la «sana doctrina» emanada de Trento, cuyo espléndido triunfo alcanza a ver. El ideal de San Cayetano de Thiene — reforma y caridad— halla en Andrés Avelino la más perfecta encarnación. Y hasta con el matiz peculiar del santo Fundador: «Quiero reformar el mundo sin que el mundo advierta mi presencia». Así, humildemente, realiza su hermosa y dura labor el que pudo haber sido astro de su siglo...
Cuando vivía con sus padres en Castronuovo —Nápoles— y se llamaba todavía Lanceloto, era ya un muchacho extraordinario que se imponía fácilmente a sus compañeros por su superioridad moral. En la Universidad de Venecia dejó huella imborrable como estudiante y, especialmente, como santo. Su castidad virginal sufrió violentos ataques, pero con la ayuda de María —de la que fue devotísimo obtuvo una victoria absoluta y definitiva. Para mejor asegurarla, ofreció a la Reina de las Vírgenes la azucena de oro de su pureza con el voto de castidad. En Nápoles se doctoró en Derecho y se ordenó de sacerdote.
Los primeros años de su ministerio sacerdotal llevan también el sello de la heroicidad, hasta el punto de ser acuchillado en cierta ocasión por unos libertinos. Poco después renuncia al foro, para dedicarse totalmente a las almas, y el 14 de agosto de 1556 ingresa en la Orden de Clérigos Regulares Teatinos, fundada por San Cayetano de Thiene. El togado novicio de treinta y cinco años —prodigio de humildad, de fervor, de mortificación— hace estos dos votos dificilísimos: renunciar continuamente a su voluntad y subir cada día un nuevo grado de perfección. El señuelo fascinador de San Cayetano va a ser su norma y estímulo indefectibles.
Hombre de tantas prendas como Andrés, de tanto espíritu y valer, no podía pasar inadvertido en alguna parte.
Termina el noviciado, y le nombran maestro de novicios. Este cargo Io desempeña durante diez años. Luego el General de la Orden le encomienda la fundación de dos casas, una en Milán y otra en Plasencia, solicitadas respectivamente por San Carlos Borromeo y el Cardenal de Arezzo. Del primero, hombre de sus mismas aspiraciones y espíritu, será el más íntimo confidente y colaborador apostólico.
Los Superiores ensanchan el horizonte de sus espirituales conquistas, al nombrarle Visitador de Lombardía, y luego Prepósito de Milán y de Nápoles. Camina a lo largo de Italia predicando en todas partes la verdad católica tal como Roma la enseña —tal como la predican sus amigos Borromeo y Felipe Neri—, fundando nuevas casas religiosas —focos de renovación convirtiendo a grandes pecadores y formando discípulos de la talla de Lorenzo Scupoli, autor del celebrado Combate espiritual.
El amor hace milagros. Andrés Avelino lee en la
conciencia de los demás como en la suya propia, profetiza, conjura el hambre,
la guerra y la peste; en medio de la lluvia sus ropas permanecen enteramente
secas; arrastrado por una cabalgadura, le ayudan Santo Domingo y Santo Tomás de
Aquino... ¿Cómo pintar su amor al prójimo —demostrado hasta el heroísmo en la
peste de Milán de 1576— su desprendimiento y desinterés personal, su celo por
la
salvación de las almas y la reforma de las costumbres, y ese
espíritu de sacrificio que le hace exclamar: «¡Ah, los mártires! ¡Ah, los
mártires!»? Por humildad rechaza insistentemente la mitra. Lo único que
Gregorio XIV obtiene de su modestia es que acepte el privilegio de absolver los
pecados reservados y confesar en todas partes, con independencia del Ordinario.
Mas la. santidad tiene un perfume que trasciende hasta los cielos, y es inútil
querer ocultarlo. Andrés no puede evitar que le. califiquen de «milagro
perpetuo de oración», ni que Alejandro Farnesio le llame «nuestro Santo».
Otra nota relevante en la misión providencial de este gran Santo teatino es el apostolado de la pluma, siempre eficaz, pero sobre todo en su tiempo. Pasan de tres mil las cartas que escribe con fines exclusivamente espirituales. Sus obras ascéticas —recordamos El espíritu en acción— ocupan varios volúmenes, y poseen extraordinario valor literario e histórico.
Andrés Avelino vivió ochenta y siete años; Dios quiso prolongar su santa vida para proporcionarle el consuelo de ver el formidable resurgimiento derivado de las magnas Sesiones tridentinas; resurgimiento del que él había sido esforzado primer adalid, pilar y arquetipo. Urbano VIII, ante los milagrosos requerimientos del Cielo, lo beatificó a los dieciocho años de su muerte. Una vez más: Exaltavit húmiles...