11 DE NOVIEMBRE
SAN MARTÍN
OBISPO DE TOURS (316-397)
L asomarnos a la vida extraordinaria de este incomparable Apóstol que, arrebatado por divinas impaciencias, deja su patria para constituirse en padre y maestro espiritual de un pueblo huérfano de luz evangélica, se nos viene a los puntos de la pluma un brillante párrafo de Lecoy de la Marche, que vale por una biografía:
«Nuestro héroe apostólico —dice— domina toda la historia de Francia por encima de los príncipes que, delante de él, han inclinado sus cetros, por encima de las revoluciones, que no han podido borrar de la tierra su memoria bendita. No se nos hable de la obra de los fundadores de imperios, ante la obra de este conquistador de almas, de este fundador de la Francia católica. He aquí a un hombre que, llevado por los acontecimientos, se lanza a subyugar una inmensa región sin más armas que su palabra. Nada teme, y nada le resiste. Predica una religión sobrenatural, y se le da fe. Manda a los enfermos que sanen, y sanan; manda vivir a los muertos, y resucitan. El entusiasmo popular lo coloca al frente de una diócesis formada por escaso número de fieles, y la deja poblada de iglesias. Aún es pequeño su campo de acción. Recorre de parte a parte las Galias, y al influjo de su voz, un pueblo cristiano parece surgir de la tierra. Se presenta en la Corte, para defender a los humildes. Muere, y, más amado y temido que nunca, desde el fondo de su tumba rechaza a los bárbaros, castiga al perjuro, derrama una lluvia de beneficios sobre los pobres y los débiles. Es el hombre genial destinado a nuestro país por el Dios que ama a los francos y los guía por el camino que conduce a la gloria».
El Apóstol de las Galias nace en Sabaria de Panonia —hoy Steinamanger de Alemania, o Szombathely de Hungría— el año 316, siendo su padre tribuno militar. Se educa en Pavía, donde conoce el Cristianismo. A los diez años se hace catecúmeno contra la voluntad familiar. Su padre, pagano, para sustraerle a las influencias cristianas, le obliga a ingresar en el ejército. Bajo la férrea coraza sigue latiendo fuertemente su corazón dulce y misericordioso. No siente la vocación de las armas. Su vida es santa; su caridad, inmensa. Pero es bizarro y valeroso. Sulpicio Severo dice en su Vita sancti Martini que «supo conciliar admirablemente sus nuevos deberes con las aspiraciones de su alma, practicando una vida ejemplar de monje y de soldado...».
Siendo militar, tiene lugar aquel hecho tan celebrado por la iconografía. Una mañana invernal, al entrar en Amiéns, se topa con un mendigo medio desnudo y medio helado. Martín no duda en dividir su clámide en dos partes, para dar una de ellas al pobre. A la noche siguiente, se le aparece Cristo cubierto con aquel fragmento de su capa, y le dice: «Martín, todavía catecúmeno, me ha dado este vestido».
Era una recompensa y una llamada.
Pocos días después, a la edad de dieciocho años, recibe el Bautismo; no tardando en dejar la milicia terrena para seguir a Cristo. San Hilario, obispo de Poitiers, quiere ordenarle de diácono; más el humilde joven sólo acepta el rango de exorcista. Hacia el 355, Martín realiza un viaje a su patria, durante el cual convierte a su madre y es cruelmente perseguido y azotado por los arrianos, «sin temblar ante la espada de los perseguidores, ni rehuir la palma del martirio» —dice la antífona—, porque «amaba a Cristo con todo su corazón». Tras un breve retiro en la isla Gallinaria —hoy Albenga—, regresa al lado de San Hilario el año 360, y funda cerca de Poitiers el famoso monasterio de Ligugé, en el que permanece once años «con los ojos y las manos elevados al cielo, y el espíritu indeclinable». Este cenobio es un auténtico seminario misional. El poder milagroso de Martín, demostrado con la resurrección de varios muertos, pone en evidencia su extraordinaria santidad. El 4 de julio de 371, los cristianos de Tours se apoderan de él y le imponen el episcopado por la violencia. El Santo establece cerca de la Ciudad el monasterio de Marmoutiers —Magnum Monasterium— en donde fija su palacio episcopal: una celda de madera para descanso de sus excursiones apostólicas. De este centro de evangelización y progreso saldrán hombres de la talla de San Patricio y San Paulino de Nola. Y de aquí parten también las milagrosas misiones de Martín a través de toda la Galia por espacio de treinta y cinco años. Ningún poder de este mundo es capaz de detenerle. Reconviene con valentía a los emperadores. Se opone a Itacio, que pretende la pena de muerte para los priscilianistas. Desafía la furia de los idólatras derribando el árbol sagrado de Odín con la señal que recuerda al árbol del Calvario. El emperador Máximo lo recibe en Tréveris, y queda asombrado de su grandeza de alma...
Este «varón inefable, ni vencido por los trabajos, ni por la muerte: que no temió morir, ni rehusó vivir» —como canta la Liturgia— se extingue en el año 397 sobre un lecho de ceniza. Su muerte es tan admirable como su vida. Al demonio que le ronda, le dice: «¿Qué haces ahí, bestia mala?; nada tuyo hallarás en mí». Como yace de espaldas, sus discípulos quieren ponerle cómodo... «Dejadme, hijos, mirar al cielo, para que los ojos vean el camino por donde el alma se va a dirigir hacia su Dios». Y diciendo esto, «Martín, pobre y mendigo, entró rico en el cielo».
San Gregorio de Tours le llamará «Patrono especial del mundo entero».