28 DE NOVIEMBRE
SAN JOSÉ DE PIGNATELLI
JESUITA (1737-1811)
EMINENTE figura humana y alta cumbre de santidad es José Pignatelli, J restaurador y segundo Padre de la Compañía de Jesús, a cuyos trágicos destinos vive reciamente unido en la aspereza y en la gloria, durante más de medio siglo.
Nobleza de alma y de sangre, entereza de espíritu, gran capacidad de sacrificio, piedad honda y austera, humildad seráfica y distinguida, temple recio de apóstol, caridad fogosa, exquisita prudencia y suave energía —como buen hijo de San Ignacio— estampa de asceta... ¡Magnífico cuadro de virtudes que recortan la mágica silueta de Pignatelli en la noche de un siglo impío y jansenista, podrido de envidias, infestado de masones y déspotas! Ni le faltan, para su función rectora y restauradora, esas otras virtudes de casta y educación que redondean la personalidad. Ni le faltan —aunque le sobran— las preeminencias sociales que ayudan a triunfar. Le sobran, sí, porque todo lo fía de la Providencia. Y si se vale de las influencias y dinero que el mundo pone al alcance de su mano aristocrática y santa, no lo hace nunca en beneficio propio, sino movido de un alto espíritu de caridad, llegando hasta despojarse de su ropa para vestir a un miserable.
También en esta vida —apretada de trabajos, henchida de anhelos, caldeada de santidad— estorba el dato documental, siquiera algunos resulten imprescindibles para su total comprensión. Es importante, por ejemplo, saber que es hijo de los Condes de Fuentes —clara estirpe napolitana y española, sangre de Luis Gonzaga y de Francisco de Borja—, y que nace en Zaragoza —27 de diciembre de 1737— y en un siglo volteriano. ¡Qué relieve cobran ahora, contrastadas, esas sus virtudes características, medulares! El aristócrata renuncia a perspectivas tentadoras para seguir, a impulsos de la gracia, una vocación oscura y abnegada. El hijo de príncipes recaba el beneplácito de Fernando VI para alistarse, a los dieciséis años, en las filas de la gloriosa milicia ignaciana. José Pignatelli, noble por los cuatro costados, depone todos sus títulos, para no ser. más que. «un señor que lleva alforja y va pidiendo para los pobres», o, a lo más, el «Padre de los ahorcados», el humilde «catequista» de barrio. «Abrazado el estado religioso —dice un venerable Prelado— en Tarragona, en Manresa, en Zaragoza, en Calatayud, en Córcega, en Ferrara, en Parma, en Bolonia, en Colorno, en Nápoles, en Roma, durante el noviciado o durante sus estudios, en la época del profesorado o expulsado de España, oscurecido o ejerciendo cargo, siempre y en todas partes aparece su noble figura mortificada para sí, amable con los demás, sincera, con una rectitud, prudencia, tacto y habilidad de gran diplomático, gobernando sagaz y justamente en medio de las mayores dificultades, afrontando peligros sin buscarlos, y con tal serenidad, mesura y ponderación, que bastarían para enaltecer y perpetuar su renombre». Buena prueba de este temple y grandeza de alma es su certera intervención en el apaciguamiento del motín zaragozano de 1766 —repercusión del de Esquilache— por la que Carlos III expresa su gratitud a la Compañía. Lo que no impide que, al año siguiente, incitado por la camarilla masónica, decrete su expulsión fulminante de España y sus dominios, «por razones que se reserva en su real pecho». Y aquí es, precisamente, donde el Padre Pignatelli empieza a desempeñar su providencial misión de tutela y rectoría, donde mejor se revelan sus dotes y virtudes. Él hubiera podido permanecer en España, pero resiste heroicamente los ofrecimientos de su poderosa familia y une su suerte a la de sus hermanos, acompañándolos como ángel consolador en su penosa e interminable travesía, manteniendo vivo en las almas el espíritu religioso y aliviando los cuerpos con las generosas dádivas que para ello le envía su hermana, la Condesa de Acerra. ¡Duro éxodo a través de Córcega, Génova, San Bonifacio, Parma, Módena, Bolonia y Ferrara! Sin embargo, la máxima prueba para quienes han hecho voto de lealtad al Papa, llega en 1773, cuando Clemente XIV, ante la amenaza de un cisma, suprime la Compañía por la Bula Dóminus ac Redemptor. Pero el Santo no se arredra. Sin una palabra de queja, de censura, con magnánima conformidad, con fuerzas muy superiores a las de Su extenuado organismo, se sobrepone a la tragedia. Y en cuanto el Duque dé Parma reclama para sus Estados algunos jesuitas de Rusia —donde aún subsiste la Orden— José se une a ellos y, con la venia de Pío VI —a quien socorre camino del destierro— abre en Colorno un noviciado y un hospital, para volcar en el primero las más puras esencias ignacianas, y en el segundo todas las mieles y heroísmos de su corazón apostólico. ¡Años de actividad y sufrimientos! En 1803 es Provincial de Nápoles. En 1804, Pío VII restablece la Compañía en las dos Sicilias. En 1806, son expulsados los jesuitas de Nápoles por Bonaparte. El Papa los acoge en el Colegio Romano y en la Iglesia del Gesù. Roma es también ocupada, en 1808; y el Santo, presintiendo su fin, se retira a San Pantaleón, donde muere -1811- después de vaticinar la restauración de la Compañía.
Pío XII, que lo canonizó en 1954, escribió siendo aún el Cardenal Pacelli: «San Ignacio de Loyola, paladín de la vida, y José Pignatelli, paladín de la resurrección, son las dos columnas del arco triunfal de la Compañía de Jesús».