16 DE NOVIEMBRE
SANTA GERTRUDIS LA MAGNA
VIRGEN COSTERCIENSE (1256-1302)
A Gertrudis la Magna —confundida durante siglos con sus homónimas la de Nivelles y la de Hackeborn, hasta que los Benedictinos de Solesmes publicaron en 1875 la obra Revelationes Gertrudianæ ac Mechtildianæ— se le llama la «Santa de la Humanidad de Cristo» y la «Teóloga del Sagrado Corazón». Y su atributo iconográfico —un corazón inflamado sobre el pecho, o entre los dedos, en el que hay una pequeña imagen del Niño Jesús— alegoriza las célebres palabras que Nuestro Señor dirigió un día a Santa Mectilde: In Corde Gertrudis invenietis me: me hallaréis en el corazón de Gertrudis.
Este elogio sublime responde a una sublime realidad. Favorecida, en efecto, la Santa, por el Sagrado Corazón de Jesús con excepcionales gracias carismáticas, con dilecciones incomparables que le permiten, como a San Juan, recostar su cabeza sobre el pecho del Amado, puede considerársela, ya por la santidad de su vida, ya por sus escritos, ya por el carácter místico de una y otros, como la verdadera precursora de Santa Margarita María Alacoque.
La espiritualidad de ambas es, sin embargo, distinta. Margarita, clavada ella misma en la cruz del sufrimiento físico y de las torturas morales, envuelta en las negruras y claridades de la Pasión, fundamenta su devoción en el dolor expiatorio. Frente a este sistema ascético, Gertrudis nos ofrece el suyo dulce y claro. Para ella, Jesús no es un abismo de penas, sino un misterio de gracias y de amores, vivo y palpitante en medio de la Iglesia por la Liturgia católica. Por eso los Oficios Divinos constituyen su devoción primordial. Si Margarita ve el Corazón de Cristo coronado de espinas, Gertrudis —que no siente la misma vocación de víctima, aunque también sabe de la «noche oscura del alma» y del «cielo de bronce»— lo concibe como «copa que Dios pone en las manos del alma para que brinde en la asamblea de los santos, alcancía inexhausta de los dones celestiales, cítara que, pulsada por el Espíritu, es la delicia de los escogidos ; fuente de la que brotan arroyos de límpidas aguas; incensario de oro que llena de aromas los ámbitos del cielo ; altar rodeado de legiones de mártires vírgenes», como en el famoso lienzo de los hermanos Van Eick. Y mientras Jesús manifiesta a la Evangelista del amor que será «su martirio y su alegría», dice a la aristocrática Teóloga de su Corazón: «Si quieres ser mía, paloma de mi amor, ámame tiernamente, fuertemente, sabiamente, para que puedas gustar de mis dulzuras». A lo que ella responde sustituyendo por flores los clavos del pequeño crucifijo de su celda; delicadeza que el Amado le premia con estas regaladas palabras:
Amor meus contínuus
Tibi lánguor assíduus,
Amor tuus suavíssimus
Mihi sapor gratíssimus.
La historia de esta excelsa mujer de tan fecunda vida sobrenatural, de tan bienhechora influencia, tiene por escenario el ámbito riguroso del monasterio cisterciense de Heltfa —su pueblo natal—, cerca de Eisleben, en Sajonia. Entra en el claustro en 1261 —a la precoz edad de cinco años—, y en la santidad de su vocación muere. «La sombra de Lutero, que nació a su lado, no logró profanar este lugar santo, porque desde él volaron al cielo, durante cuarenta años, los más puros deseos». Dotada Gertrudis de una inteligencia preclara, de una fuerte inclinación al estudio y de un corazón ardiente, en sus primeros años se entrega con excesivo apasionamiento a las Letras clásicas. La lectura de los filósofos y poetas profanos la lleva a una cierta disipación de espíritu, a «vivir como una pagana entre paganos, sin preocuparse del interior de su alma más que del interior de sus pies», como nos dirá con frase gráfica, exagerando humildemente la nota. Pero en 1281, la luz de una aparición de Cristo disipa esta nube pasajera, convirtiéndola a Él por completo. «Plegaste mi cerviz indomable a tu suavísimo yugo». Desde este momento —«aguardando con ansia febril la presencia del Amado»— centra sus aficiones literarias en los Libros Santos. Pero la nota emocionante y perfumada de su espiritualidad —su gran libro— es el Corazón Divino. En él aprende los más altos secretos de la ciencia mística —la ciencia del amor— revelados al mundo en unos libros «rebosantes de exactitud teológica y de espléndida poesía» —según monseñor Gay—, que le han merecido el calificativo de Magna. Por él goza de la presencia del Amado de la manera más pura y maravillosa que cabe en la tierra. De él recibe el don de palabra y discernimiento, el fuego eucarístico que abrasa su alma, el consuelo en los padecimientos con que Dios purifica su amor propio y su impaciencia, la impresión de las llagas, la mística transverberación y la promesa inaudita de que «todas sus peticiones serán atendidas»... ¡Cuánta maravilla en el libro de las Revelaciones, espejo de su alma querúbica!
El año 1302, la gran Vidente de Helfta oye por vez postrera la voz del Esposo, como el eco de un epitalamio celestial: «Ven, electa mía, y Yo haré de ti un trono». A los pocos días, aquella vida que fuera paz y luz, sumergida en suavísimo éxtasis, desfallecida de amor, se recostaba para siempre en los brazos de Cristo... «Tú, Señor, eres para mi alma como un día de primavera, vibrante de vida y perfumado de flores».