15 DE NOVIEMBRE
SAN ALBERTO MAGNO
DOMINICO, OBISPO Y DOCTOR (1193-1280)
EN la mitad de noviembre, un gigante de la santidad nos detiene el paso y nos sobrecoge con su colosal grandeza: Alberto Magno. Su presencia humilde y sapiente es una fuerte lección para nuestro pequeño o grande orgullo. Nos hallamos ante el primogénito del Conde de Bolstadt. Suavia —en Alemania— es su patria. Sabios maestros palatinos han encauzado sus primeros pasos. Alumno o profesor, su ingenio estremece las aulas de las mejores Universidades europeas. Es el Doctor universal —magnus in magia, major in philosophia, máximus in theologia—, porque sabe todo lo que se puede saber», y «ha estudiado y descrito el Universo entero, desde las estrellas hasta los minerales». Alberto Magno: milagro de su siglo, prodigio de la Naturaleza, atlas que lleva sobre su frente el mundo entero de la ciencia... Pero, demos la vuelta a la medalla. ¡Contrastes de la santidad! Aquí no vemos sino a un sencillo fraile mendicante —hábito blanco y capa negra— a un hijo del Patriarca de Guzmán: humilde hasta lo ridículo, en el concepto del mundo, pobre y austero hasta el quilate de la santidad. La polilla de la vanidad no ha arañado jamás en su corazón puro, íntegro. Su saber prodigioso no le engríe, porque posee la verdad. «Cuando se trata de las cosas de Dios —le oímos decir— la fe va delante de la inteligencia, las Autoridades delante del razonamiento». Fray Alberto escribe, sentado en una pobre silla, en una pobre celda. Tan vasta y más que su ciencia es su piedad, su vida interior, caracterizada por un sincero amor al estudio y al apostolado científico, por una curiosidad inteligente, genial, por una obediencia beatificable, por unas devociones sencillas, pero también católicas, universales: al Sacramento, a la Pasión, a la Santa Misa, a la Madre de Dios. Alberto de Bolstadt estudia, escribe, enseña, predica, viaja, investiga... ¿Por vanidad? No. Lleva en el alma un ideal altísimo: ser vocero de la verdad y apóstol de la fe y de la 'ciencia, para que los hombres conozcan y amen mejor al Criador; vivir consagrado enteramente al servicio de los demás. i Grandeza de alma que nos sobrecoge y alecciona!...
En torno a sus primeros años, oscuridad de datos y fechas. No faltará la luz dorada y frágil de la leyenda entre las páginas de su historia. Su educación, la de un noble en la Edad Media. Ama fervorosamente la caza, y en las riberas del hermoso Danubio da suelta a su afición. Con fino espíritu de observación lee ávidamente en el gran libro del mundo exterior, acumulando datos preciosos para sus futuros estudios de naturalista- A los veinte años, viaja a Italia y se establece en Padua, en cuya Universidad sigue los cursos de música, gramática, dialéctica, retórica, aritmética, geometría y astronomía. Pasa a Venecia. Recorre casi toda la Lombardía, donde su padre luchara a favor del Emperador. Cursa Artes en París...
Diez años llevaba en Italia, cuando su vida dio un brusco viraje, que decidió todo su porvenir.
Oyendo en Padua un sermón del Beato Jordán de Sajonia —General de la Orden de Santo Domingo— siente el llamamiento divino y, violentando la tenaz oposición familiar, viste el hábito blanco. Es el año 1223.
Fray Alberto se traza un plan de vida de sencilla nomenclatura —rezar, estudiar, enseñar—, pero de difícil realización, porque responde a su alto ideal de llevar al convento «el aire y las preocupaciones universitarias, para fundir en un solo molde de apóstol, la santidad del monje y la ciencia del profesor».
Ordenado de sacerdote, en 1228, rompe sus primeras lanzas como profesor de teología en los conventos de Hildeshein, Ratisbona, Lausana, Friburgo, Estrasburgo, etc. En 1245 lo envían al Colegio parisino de Santiago, incorporado a la Universidad. Sus lecciones alcanzan tal éxito de muchedumbre que ha de proseguirlas en la plaza de Maubert —Magister Aubert—. De París pasa a Colonia, en 1248, donde da clase a Santo Tomás de Aquino, cuya futura gloria profetiza y defiende. Tam bién figuran entre sus discípulos —padre de gigantes— San Buenaventura, Bacon, Hales, Duns Scoto y otros. CoIonia y París serán las principales cátedras de su asombroso magisterio durante cincuenta años, salvo breves paréntesis impuestos por la obediencia. Son éstos: su Provincialato, sus comisiones apostólicas y reconciliadoras —que le valdrán de labios de Pío XI el título de «Patrono de la paz»— su cargo de predicador en la Corte pontificia, sus dos años de episcopado en Ratisbona, la predicación de una cruzada por orden de Urbano IV y la asistencia al Concilio de Lyon —1274—. Alberto renuncia a todo por su ideal: su celda, su cátedra, sus libros. Así logra dar cima a la obra más completa, profunda y genial de la Edad Media, tanto en el campo científico como en el religioso, orientando definitiva y providencialmente el pensamiento católico.
...Cuando la edad, las penitencias, el ajetreo de los viajes y el enorme trabajo mental rindieron a aquel coloso de la ciencia, la muerte lo halló presto para el reposo. Tres años consagrados exclusivamente al perfeccionamiento espiritual habían dado a su espíritu alas de serafín... Y al volar, con ellas, a Dios —Colonia, 15 de noviembre de 1280— su nombre inmortal quedaba escrito en el libro de oro de los Santos, dictando, como siempre, su gran lección de humildad y sabiduría...