24 DE NOVIEMBRE
SAN JUAN DE LA CRUZ
DOCTOR DE LA IGLESIA (1542-1591)
¡AURAS deíficas de amor eterno! ¡Auras de San Juan de la Cruz, poeta del cielo! ¡Auras que la Madre Teresa de Jesús — «a zaga de su huella» — sintió como «emisiones de bálsamo divino», allá en 1567, cuando vio por primera vez en su «Palomarcito» de Medina del Campo al dindo frailecillo incandescente»: joven de veinticinco años, menudito de cuerpo, consumido de penitencias, de aspecto insignificante; pero gigante de espíritu, henchido de santidad, arrobado en celestiales compañías, con un corazón que era rosa y llama, una actitud ensoñadora, una mirada ausente de exaltada dulzura —«los ojos deseados, que llevo en mis entrañas dibujados»— , con los pies en la tierra y el pensamiento — «llama de amor viva» — en el quinto cielo de Dios!...
Era el hombre que soñara la Santa Reformadora para su empresa: profundamente humano y donosamente divino; algo así —¿lo diremos?— como su «versión» masculina. «Es un hombre celestial y divino —nos dirá—. No he hallado en Castilla otro como él... Aunque chico, entiendo que es grande a los ojos de Dios». ¡Gran catadora de almas, Santa Teresa!
Detrás de aquel insignificante Fray Juan de Santo Matía —hábito de carmelita del Paño—, de rostro áspero Y alegre —no «terrible y sangrante», como lo imagina Huysmans—, se escondía el excelso San Juan de la Cruz, a quien guiaba ya un resplandor «más cierto que la luz de mediodía», que habría de agigantar su figura —crescit eundo— al paso de los siglos...
Y fue la Mística Doctora — ¡qué intuición tan divina! — la primera en descubrir en su «santico», en su «Senequita», al Doctor Místico por antonomasia, al Santo Tomás de la Teología Mística, «al más profundo escrutador de las facultades humanas en los actos supremos de la comunicación con Dios» — Vázquez de Mella — , «al más angélico poeta que ha cantado en lengua alguna la inefabilidad de Dios y la hermosura de las criaturas» —Gerardo Diego — , al «medio frailecico» que nos haría temblar al esbozar su semblanza.
Mas, ¿qué han sido hasta ahora sus veinticinco años? — demanda el lector—. Reducidos a fórmula, esto: en lo humano, un fracaso; en la santidad, un prodigio. Nace en Fontiveros de Ávila, en 1542. Su padre —Gonzalo de Yepes—, con toda la hidalguía que se quiera en las venas, no pasa de ser modesto tejedor que, para colmo de desdichas, lo deja prematuramente huérfano. Lágrimas, estrecheces, éxodos dolorosos. En Arévalo y Medina del Campo busca la pobre viuda, Catalina Álvarez, el pan para sus hijos. Juan aprende a su lado la entereza en el dolor; entereza castellana, cristiana. Ella «probó a ponerle a oficio, y probado el de carpintero, sastre, entallador y pintor, a ninguno de ellos asentó, aunque era muy amigo de trabajar». Dios llama por caminos más altos y difíciles al Santo de las «nadas», que desde niño gozara de la milagrosa protección de la Virgen. Prendado de él el Administrador del Hospital de Medina, don Alfonso Álvarez de Toledo, se lo lleva consigo. De los catorce a los veinte, caridad y estudio. 1--lasta que, en medio de la «noche oscura del alma», salta la chispita de la vocación. En 1563 toma el hábito carmelita y se convierte en Fray Juan de Santo Matía. Se ordena en el 67, mientras cursa Teología en la Universidad salmantina, pulso intelectual de España. La agitación de la vida estudiantil hace soñar con la Cartuja al escolar asceta que se pasa las noches «entre los manojos de las tenadas». Pero en este momento crucial aparece Santa Teresa y lo conquista para el ideal de la Descalcez. Con el nombre de Juan de la Cruz inicia la «subida al monte» de la perfección. La monja reformadora le infunde un espíritu nuevo y fuerte. Sus almas se completan e irradian mutuamente. Surge en Duruelo —en un granero— el primer convento. Su pobreza pone espanto en el ánimo varonil de la Santa. Fray Juan le dice: «Después que me he puesto en «nada», hallo que «nada» me falta». En pos de Duruelo: Mancera, Pastrana, Alcalá. Pero el místico que al hablar de Dios «se traspone y hace trasponer», se concita la animadversión de los Calzados. Reducido a inhumana prisión en Ávila Y Toledo —1577—, recibe en ella divinos favores, y de su alma brotan los deliquios encendidos del Cántico Espiritual, cuya poesía «no puede medirse con criterios humanos». Los místicos arrebatos no le restan arrojo. La Virgen le invita a evadirse. Y ved ahí al extático Fray Juan descolgándose por una ventana, «sin otra luz ni guía, sino la que en el corazón ardía»...
Fundación de El Calvario; Baeza, Granada — donde escribe sus maravillosos libros—, Segovia. Muerte de la Madre Teresa. Nuevas persecuciones y desprecios. Se le destierra al desierto de la Peñuela. El cuerpo se hunde poco a poco, más el espíritu aletea fuerte con las alas de la fe y el amor. «¿Qué quieres por tus trabajos?» —le pregunta Cristo—. «Padecer y ser menospreciado por Vos». Nunca había dicho nada más bello el poeta angélico, cuyo nombre es el mejor símbolo de su vida crucificada y radiante.
En Úbeda, a los cuarenta y nueve años, se quebró por fin el cristal de aquel cuerpecito consumido y trasparente y se verificó el «dulce encuentro» con el Amado, un 14 de diciembre de 1591... «Y ya por aquí no hay camino, que para el justo no hay ley».