martes, 18 de noviembre de 2025

19 DE NOVIEMBRE.- SANTA ISABEL DE HUNGRÍA, DUQUESA DE TURINGIA (1207-1231)

 


19 DE NOVIEMBRE

SANTA ISABEL DE HUNGRÍA

DUQUESA DE TURINGIA (1207-1231)

AHORA que se endiosa tanto a la mujer; ahora que se rinde un culto semipagano a las pobres «estrellas» humanas, ¡qué oportuno el recuerdo de esta gran figura femenina —princesa por la sangre y reina por la misericordia— que, sin más cartel que el de sus virtudes, ha sabido conquistarse la simpatía universal, y cuya milagrosa caridad la ha hecho casi legendaria! Porque hoy son ya populares la rememoración que de ella hacen las Florecillas de San Francisco, el lienzo en que Murillo la representa curando a los tiñosos, su «edición» del «milagro de las rosas» —no menos bella que en Santa Casilda — y hasta la atildada biografía de Montalembert, en la que encontramos párrafos como éste: «La hija del rey de Hungría', vástago de una rama de santos, enseña que existe para la mujer una realeza de alma mucho más excelsa que todos los pampanajes mundanos. Con ella conquista Santa Isabel un puesto en la historia. Los veinte años que van desde el día en que se la llevan en cuna de oro al palacio de su prometido, hasta aquél en que expira sobre el mísero jergón de un hospital, por ella elegido para lecho de muerte, brindan el ejemplo más aleccionador de los vaivenes de la fortuna, y los rasgos más amables y más austeros que puede ofrecer la vida de una cristiana, de una princesa, de una santa». ¡Qué programa tan largo y difícil para una vida tan corta! ¡Y qué sublimemente cumplido!...

El año 1207 nace en la Corte húngara —en la actual ciudad de Bratislava — esta «florecilla real y divina». Prometida desde los cuatro años al landgrave Luis de Turingia, se educan juntos en el castillo de Wartburgo, «escenario de su grandeza, de su ruina y de su gloria». La piedad precoz y el natural compasivo de la Princesita —no sabe resistir una petición, contemplar una lástima, sin desprenderse en el acto de su comida o de sus ropas en beneficio de los pobres— le acarrean la burla y las más acres censuras de parte de su futura suegra y de su futura cuñada, la princesa Inés. Sobre todo, desde el día en que, asistiendo en Eisenach a una función religiosa, tira contra el suelo la corona de oro y, en presencia de toda la Corte turinguesa, hunde su frente en el polvo, porque «no puede permanecer ella coronada de joyas donde Cristo, su Dios y Señor, lo está de espinas». Luis es el único que comprende el valor del tesoro que la Providencia le depara; el único que perdona las «santas extravagancias» de aquella «loca» que en mala hora trajeron a Hungría. «¿Ves esa montaña? —dice a su hermana Inés—. Pues, aunque me dierais su peso en oro, jamás renunciaría al cariño de Isabel». Este cariño se trueca en amor puro y perdurable en 1220, cuando la bendición del Cielo une para siempre sus cuerpos y sus almas en matrimonio feliz: en ese amor que —como dice Montalembert— hace sonreír a los ángeles. El trabajo, la oración y la caridad llenan las horas de la Santa. Ama sinceramente la pobreza y sencillez en el vestir, pero, consciente de su obligación de casada, no duda en acicalarse a fin de parecer hermosa a su marido y alejarlo de deseos y ocasiones de pecar. La vida breve y hermosa de éste se resume en tres palabras, norma de su conducta: piedad, caridad y justicia. A las veces, cuando los arrebatos misericordiosos de Isabel toman tonos de heroísmo, le reprocha dulcemente su excesiva magnanimidad; y no es raro que Dios, en gracia de su Sierva, convierta los panes en flores, o el vestido grosero con que asiste a una recepción oficial en rico brocado, o un leproso repugnante en el mismo Jesucristo... La fama de la Santa traspasa las fronteras. Los hechos portentosos y los rasgos increíbles de su caridad corren por toda Alemania de boca en boca, «como gestas de leyenda de la mujer más santa de la tierra».

Sin embargo, un día de 1227, la dicha se alejó para siempre de ella. Luis muere en Otranto durante la cruzada de Barbarroja, en la que se alistara. Isabel conoce entonces las viles acusaciones, los crueles despojos. Arrojada bárbaramente del castillo por su cuñado Enrique, con severas amenazas para quien le dé asilo, por espacio de tres años ella y sus hijitos carecen de hogar, de amigos, de amparo, padeciendo hambre y frío. Pero en el dolor se sublima su virtud. Una mañana, después de pasar la noche al raso, manda rezar un Te Deum para agradecer al Señor el honor de hacerla partícipe de sus penas y abandono.

Cuando volvieron los cruzados y la restablecieron en sus títulos y derechos, Isabel se había enamorado de la pobreza. Perdonó a los usurpadores, cedió el trono a su primogénito, repartió su dote entre los necesitados y, renunciando a la mano del emperador Federico II, se retiró' a Marburgo. Allí, en humilde celda recluida, la dulce Princesa trabajó como una fámula y practicó hasta su muerte —ocurrida a los veinticuatro años— los preceptos recientemente establecidos para las monjas franciscanas. Fue canonizada cuatro después por Gregorio IX. Sus propios hijos, y hasta la que fuera su suegra, pudieron venerar su cuerpo incorrupto. «Cándida paloma —dice un autor—, ofrecida a Dios en aras del amor más puro; en la edad en que el mundo brinda a la mujer halagos y vanidades, muere ella para nacer a la vida de los justos. Su paso por la tierra fue como la peregrinación de un ángel; el mundo no la empañó con su aliento, ni la ambición batió sus alas sobre aquella frente divina...».