30 DE JULIO
SANTOS ABDÓN Y SENÉN
MÁRTIRES EN ROMA (+HACIA EL 250)
ACASO entre todas las persecuciones, sea la de Decio la más fríamente calculada. Se inicia el año 249 bajo esta satánica consigna: «antes apóstatas que mártires». Por desgracia —Dios sabe si también por castigo— una larga serie de apostasías viene a proyectar la inevitable sombra humana sobre un cuadro de heroísmos sublimes. Pero la. Iglesia triunfa, al fin, gloriosamente, en el número sin número de sus mártires y confesores. San Cipriano —sostenedor de la fe y mantenedor de la disciplina durante la dura prueba— se hace eco de este triunfo en su célebre tratado De lapsis: «Luchasteis valerosamente contra el mundo —dice— disteis a Dios un espectáculo glorioso, os convertisteis en ejemplo para los hermanos por venir».
Soldados de «la blanca cohorte de los soldados de Cristo» —para decirlo también con palabras cipriánicas— son los esclarecidos mártires Abdón y Senén, cuya «frente pura con la señal de Dios — como la de Fabián, Pionio, Acacio y tantos otros—, no pudo llevar la corona del diablo, sino que se reservó para la corona del Señor».
Si pocas son las actas auténticas de los mártires bajo Decio, poquísimas tan discutidas como las de estos dos. Los eruditos hallarán un poco de luz en los estudios realizados por Allard, Dufourq, Lefort, Rossi, Bruzza, Maruchi, Armellini, Tillemont, etc.; para los más sencillos —entre ellos, esta modesta obra— basta con la esencia doctrinal del hecho histórico, nunca contradicha y profundamente arraigada en la conciencia y en el sentimiento del pueblo cristiano. Por la Pasión de San Lorenzo — siglo v— conocemos las circunstancias más notables de la vida y martirio de estos héroes casi legendarios; circunstancias coincidentes, en rasgos generales, con las modernas investigaciones llevadas a cabo en el célebre cementerio de Ponciano.
Indudablemente se trata de dos príncipes o sátrapas persas, traídos a Roma como rehenes de guerra en tiempo de Gordiano el Joven o de Felipe el Árabe. Esta es la creencia tradicional, defendida por el historiador Pablo Allard y atestiguada en un fresco del siglo VIII que se conserva en el referido cementerio de Ponciano, el cual los representa con indumentaria marcadamente oriental.
Según el primitivo relato de su Passio, gozan al principio de una relativa libertad, pero acusados de practicar la caridad con los cristianos, Decio los hace comparecer ante el Senado, con el fin de arrancarles la apostasía, por aquello que dice Orígenes de que «los jueces se irritan cuando los tormentos son soportados con valor; más su alegría no tiene límites cuando logran triunfar de un cristiano». El juicio reviste inusitada solemnidad, pues se celebra en el templo de la Tierra y es presidido por el propio Emperador.
¡Oh, padres de la Patria! —dice éste a los senadores— los dioses inmortales han puesto en nuestras manos la suerte de sus peores enemigos...
En el mismo instante aparecen Abdón y Senén ante la asamblea. La magnificencia de sus trajes provoca un murmullo de admiración. Pero sus valientes respuestas son todavía más admirables. — Ofreced sacrificios y seréis colmados de honores.
— Nos hemos ofrecido al Dios verdadero en holocausto sempiterno y nada tenemos que ofrendar a los demonios. — ¿No veis que la nobleza de vuestro linaje está reñida con esa doctrina?
—Te equivocas, oh, Decio: servir a Cristo no es ignominia, sino gloria.
— Llevadlos ante el dios Sol. Si se obstinan en no sacrificar, arrojadlos a las fieras hambrientas.
—Haz como te plazca. En Jesucristo Señor nuestro ciframos la esperanza.
Como «todos los medios son lícitos para arrancar la apostasía» —según rezan los rescriptos persecutorios—, todos los emplea Decio contra Abdón y Senén, siquiera sea para dar ejemplo. Y lo hace con refinada crueldad. Primero la cárcel, con sus horrores, su oscuridad, su hambre y su sed. Luego la terrible flagelación, que los heroicos confesores soportan sin exhalar la más leve queja. Aún inventa otras diabólicas trazas; más, al fin, vencido por su valerosidad y gallardas palabras, entrega la causa al prefecto Valeriano. Manda éste conducirlos al anfiteatro para que adoren al dios Sol, que es el coloso de Nerón. Abdón y Senén escupen al ídolo. Entonces el Juez, en el paroxismo de la ira, los condena a ser pasto de fieras. Pero los osos y los leones se tumban mansamente a sus pies.
«He ahí bien patentes los efectos de la magia» —ruge Valeriano ebrio de sangre, en su espiritual ceguera—. Y ordena a los reciarios y gladiadores que acaben de una vez con los dos atletas cristianos. Un día 30 de julio —hacia el año 250— la espada cortó el hilo de sus vidas y abrió a sus almas las puertas de la gloria. «Dios los colocó en el prado de la Iglesia —dice su antiguo prefacio— y han florecido en ella como lirios y rosas, que en el martirio por la fe se cubrieron con la púrpura de la sangre de Cristo, y, al recibir el premio de su vict01ia, vistieron la blancura de los santos».
Aquí tienes, pío lector —te decirnos otra vez con San Cipriano — dos Capitanes de «la blanca cohorte de Cristo, que rompieron la ferocidad turbulenta de la persecución en todo apremio, preparados a soportar la cárcel, armados a sufrir la misma muerte».
Imita su ejemplo.