miércoles, 16 de julio de 2025

17 DE JULIO. SAN ALEJO, CONFESOR (+HACIA EL 414)

 


17 DE JULIO

SAN ALEJO

CONFESOR (+HACIA EL 414)

LO cuenta una antigua leyenda siria — traída a Roma por el obispo Sergio de Damasco— cuya historicidad esencial es incontestable.

Trasladémonos al año 414. El papa San Inocencio I —401-417— dice misa en la Basílica Vaticana en presencia del emperador Honorio. Asisten también muchos magnates y gran concurso de fieles. De improviso, una voz misteriosa, que parece salir del santuario, rompe la calma solemne del Santo Sacrificio:

— Buscad al siervo de Dios: rogará por Roma y el Señor le escuchará.

Como río de pólvora se extiende por la Ciudad la noticia del portento. Se busca por todas partes al varón de Dios cuya existencia acaba de revelar el Cielo. Inútiles pesquisas. Vuelve el pueblo a reunirse en la Basílica, suplicando al Señor le dé a conocer el paradero de su predilecto. Entonces, ante una multitud asombrada, habla de nuevo la celeste voz:

—Mi fiel siervo está en el palacio del senador Eufemiano.

Al oír tales palabras, el emperador Honorio se vuelve al Senador y le reconviene diciendo:

— ¡Cómo! ¿Lo tenéis vos escondido?

— Majestad, perdonadme, pero ignoro de quién se trata.

En esto, un lacayo se adelanta:

— Señor —dice a Eufemiano—, el varón exaltado por el Cielo a la cumbre de la santidad y de la gloria, ¿no será ese pobre extranjero a quien vos dais generosa hospitalidad en vuestra casa? Es hombre que comulga a menudo, reza mucho, ayuna, visita las iglesias y sufre. no sólo con paciencia sino con alegría, los malos tratos de la servidumbre...

— ¿De quién me hablas? Dilo pronto —replica el Senador.

— Señor, de ese pobre hombre que duerme bajo la escalera. Nosotros le llamamos idiota, vagabundo y comediante, pero para mí que es un santo. Acompañando al Pontífice y al Emperador, entra Eufemiano ansiosamente en su palacio, dejando afuera el murmullo impaciente de la muchedumbre. Corre hacia el cuartucho del mendigo y, con gran sorpresa, no haya más que un cuerpo engurruñado, envuelto en sórdido manto.

— ¡Está muerto, está muerto! - exclama desencantado.

Todos se acercan para verlo. Parece un cuerpo glorioso. En sus labios, húmedos todavía, ha florecido una sonrisa inefable. Los ojos irradian destellos de inmortalidad y de triunfo. Todo él despide un aroma celestial, un auténtico olor de santidad. Entre sus manos, asido fuertemente, tiene un pergamino. Eufemiano se lo arrebata con vehemencia, como si adivinara la imponente tragedia. Lee el principio: «Señor y padre mío...». Mira la firma: «Ego, Alexius», y enmudece de espanto: acaba de reconocer a su hijo. Aecio, canciller eclesiástico, toma la carta, en la que el enigmático personaje revela su historia, y empieza a leerla en alta voz. Todos le escuchan estupefactos.

Alejo, era, efectivamente, el hijo único del senador Eufemiano y de la noble matrona Anglais, cuyo palacio ha sido siempre asilo de caridad cristiana y escuela de santidad. En su juventud estudia con hábiles y santos maestros, y conoce el aura popular. Por condescendencia con sus padres, casa con una joven de la aristocracia romana. Pero, el mismo día de la boda, en medio del banquete nupcial, oye el divino llamado: «El que dejare a sus padres, a su mujer, a sus hijos... por amor mío...», y no puede resistir el impulso sobrenatural de la gracia. Aquella misma noche huye sigilosamente de casa y se embarca hacia Oriente. Llega a Laodicea, y de allí pasa a Edesa —hoy Orfa— en Mesopotamia. En esta ciudad da todas sus cosas a los pobres y se entrega en manos de la Providencia, viviendo durante diecisiete años aislado, despreciado, en la más completa miseria. Hasta los mismos criados de su padre, buscándole, le socorren sin conocerle. No obstante, los habitantes de Edesa empiezan a ver algo extraordinario en el pobre que pide limosna en el pórtico de la iglesia de Nuestra Señora. Su nombre de «hombre de Dios» corre de boca en boca. Pero la humildad del Santo se subleva, refugiándose en la huida. En la costa siria toma un navío que sale para Tarso. La Providencia —esta vez una tempestad— cambia la ruta, arrojando el barco contra las costas de Italia. Alejo va a Roma y, desfigurado por el peregrinaje y la miseria, pide limosna y albergue por caridad a su propio padre. Y el piadoso Eufemiano le da esta habitación, en la que vive como pordiosero y como santo otros diecisiete años, viendo constantemente ante sus ojos la grandeza de su familia como en perenne tentación, sufriendo lo indecible al ver sufrir a los suyos y guardando un silencio, más que heroico, milagro.

La escena que siguió a la lectura del pergamino es más fácil imaginarla que describirla; y a estas horas ya lo ha hecho el lector. Si no, ¿cómo pintar el cuadro —lleno de sublimes contrastes— que represente a la vez afectos de amor, de piedad, de desilusión, de pena, de consternación, de gozo, en fin, al ver canonizado al hijo, al esposo, por el mismo Dios?

Es tradición que al siguiente día el papa Inocencio I celebró en la Basílica de San Pedro, en honor de San Alejo, los funerales más solemnes y gloriosos que conociera la Ciudad Eterna.

¡Una vez más exaltaba el Cielo a los humildes y a los pobres!