lunes, 21 de julio de 2025

22 DE JULIO. SANTA MARÍA MAGDALENA, PENITENTE (SIGLO I)

 


22 DE JULIO

SANTA MARÍA MAGDALENA

PENITENTE (SIGLO I)

IBA Jesús por la ribera verdeante y plácida del Mar de Galilea. Iba —siempre va así Jesús— derramando milagros de amor, sembrando palabras de vida eterna:

—Yo no he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores —decía el dulce Rabbí.

Y sus palabras —tan nuevas, tan maravillosamente nuevas — fueron a clavarse en el alma enferma de María de Magdala -- la mujer de la cual arrojara siete demonios— como si un dardo de fuego hubiera atravesado de improviso la tarde pálida de su juventud. La Magdalena se estremeció de inquietud y esperanza. Miró su carne manchada, impura, y sintió un ansia frenética de acercarse al misterioso Taumaturgo... de decírselo todo... de tirarse a sus pies y besárselos arrepentida, agradecida. Pero ¿con qué cara iba a presentarse ella ante el Santo de Dios; ella — múlier... in civitate peccatrix— una mujer pública? Por la pantalla de su imaginación pasó en un instante la película de su vida empecatada. ¡Y vio que los mejores años estaban manchados de infamias! ...

Un día —¿lo sabía el buen Rabbí?— al morir sus padres, no quiso adaptarse a la ponderada rectitud de Lázaro, ni a la dulzura recoleta de Marta, sus hermanos, y se fue de casa. Quería ser Libre; gozar de la vida. Joven, bella, rica, independiente, llena de atractivos y pasiones, no halló pasatiempo prohibido. ni lúbrico placer al cual no diera la mano, ni copa impura a la que no acercase su labio ardiente. ¿Quién no conocía en Galilea a la Pecadora de Magdala?

María fluctuó trágicamente. La mano invisible de la Gracia pulsó entonces el arpa destemplada de su espíritu, arrancándole un arpegio de esperanza. Desde los bajos fondos de su abyección levantó un momento los ojos hacia la Pureza divina: hacia Jesús que, transido de piedad, se alejaba sonriendo pálida mente a la muchedumbre. Y en su alma, toda fuego, y en su corazón, capaz de inmenso amor y -de inmenso sacrificio, brotó decidida, avasalladora, femenina, al fin, una resolución verdaderamente sublime...

Fue en Cafarnaúm. Simón el fariseo daba un banquete en honor del Rabbí. Ya los invitados se habían recostado en sus divanes, cuando una mujer extraña irrumpió en la sala. La estupefacción de todos, al reconocer a la famosa Pecadora, fue enorme. Ella, febril, miró en torno, vio a Jesús y se arrojó sus pies, hecha un ovillo: se los llenó de caricias, se los bañó con lágrimas de arrepentimiento, se los enjugó con su espléndida cabellera de oro, se los besó con amor y, quebrando con decisión un pomo de alabastro, derramó sobre ellos el perfume. El raro y precioso aroma de la espiga del nardo trascendió por toda la casa.

El Maestro dejaba hacer. La Magdalena sollozaba. Los escribas y doctores escondían sus pérfidas miradas bajo los párpados entornados. Por la mente dé Simón cruzó un pensamiento mezquino: «Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es ésta...».

La voz de Jesús se alzó grave y severa. ¡Qué gran lección aquella! Con soberana autoridad reconvino al fariseo hipócrita, y le recordó, mediante una parábola, que todo el mundo es pecador e insolvente; él lo mismo que los demás. Comparó luego sus descortesías con los delicados sentimientos de la Pecadora, terminando con estas palabras, rebosantes de luz y misericordia: «Porque ha amado mucho, mucho se le ha perdonado».

La pobre arrepentida, clavada en el suelo, vibraba de emoción. Jesús la miró de una manera inefable, divina, y le dijo con infinita dulzura: «Tus pecados te son perdonados... Vete en paz». Aquel día nació una gran Santa.

Los ojos arrasados de María Magdalena —ojos insaciables y extáticos, profundos y sombríos como el mar— se han vuelto definitiva y obstinadamente hacia la Luz. Lavados de sus malos deseos con lágrimas de amor y arrepentimiento, pueden mirar ya de frente al Sol de Justicia. Y lo mirarán extasiados hasta el fin de sus días. La Magdalena, siempre generosa y ardiente, es el tipo de alma penitente y contemplativa, el ejemplo más expresivo del corazón enamorado de Cristo, el modelo clásico del pecador arrepentido. Discípula predilecta del Señor, su figura doliente le acompaña siempre. Parece su sombra. Vive de su presencia, de sus palabras, de sus gestos, de sus milagros, de su amor. A esta santa amistad debemos revelaciones tan maravillosas como la del «unum est necessarium» o la del «noli me tángere».

Pasan tres años de gracias. Surge el traidor. Se levanta la cruz. Muere el Justo. Huyen los amigos. Cabe el sepulcro vacío del dulce Rabbí, una mujer llora: es María Magdalena. «Alejándose todos los discípulos —nos dice ella misma en la sagrada Liturgia— yo no me alejaba; y encendida en el fuego de la caridad, me abrasaba en deseos». Cristo triunfador la regala con los primeros júbilos y dulzuras de su Resurrección gloriosa.

… Lo dijera un día el Maestro: «Doquiera se predique mi Evangelio, se hará honor a esta mujer». Veinte siglos han pasado desde entonces, y el perfume de la espiga del nardo —del amor y de la penitencia— de Santa María Magdalena, sigue invitando aún a los hombres a acercarse a Cristo, única fuente de amor y de perdón, de redención y de luz...