viernes, 25 de julio de 2025

26 DE JULIO. SANTA ANA, MADRE DE LA VIRGEN MARÍA

 


26 DE JULIO

SANTA ANA

MADRE DE LA VIRGEN MARÍA

LOPE de Vega tiene una famosa comedia titulada «La Madre de la Mejor». Si siempre estuvo el Fénix originalísimo y fino en los epígrafes de sus obras, al designar a Santa Ana con tan bella e ingeniosa perífrasis —lo decimos con manido tópico— se superó a sí mismo. Porque decir de ella que fue la madre de la mejor hija, reconociendo en ésta a María Inmaculada, es hacer en cinco palabras el más acabado panegírico de su santidad...

¿Qué sería Ana sin María? ¿No os la habéis figurado nunca sometida a la desgracia de verse sin prole, cayéndosele la cara de vergüenza como a la madre del profeta Samuel? ¿No os la habéis figurado suspirando durante largos años con el viejo Tobías moribundo: «Dichosa seré si queda algún descendiente de mi estirpe para ver la claridad de Jerusalén?». El oprobio de la esterilidad ha caído sobre ella. Jehová no la ha encontrado digna de entrar en sus planes divinos y ha de renunciar para siempre a ser ascendiente del Mesías Salvador. El recuerdo de las divinas promesas, reavivando su dolor, es fuego de holocausto que le llaga la vida. Y ahora a la ineptitud se ha juntado la vejez. ¿Qué esperanza puede tener de ser madre? Transida de fe, de amor y de confianza en Dios, sigue, no obstante, yendo a postrarse ante el altar un día y otro día: porque ha puesto su suerte en las manos misericordiosas de Aquel que, según la Escritura, puede dar hijos a Abrahán de las mismas piedras del desierto. Y aún añade ayunos, limosnas, promesas...

Esta plegaria encendida y perseverante halla un día acogida propicia en el acatamiento del Señor. Un ángel —algunos creen que el mismo de la Anunciación— se aparece a la santa anciana junto a la Puerta Dorada del templo, y le profetiza el nacimiento de una niña que habrá de llamarse María y será la predilecta del Altísimo. ¡En el seno estéril de Santa Ana se realizará el sublime misterio de la Inmaculada Concepción!, «prodigio de prodigios y abismo de milagros», como lo llama San Juan Damasceno Lope, en la mencionada comedia, recoge este momento de inefable alegría en una décima finísima, llena de íntima emoción, muy suya en el fondo y en la forma. Dice alborozado, por boca de San Joaquín:

Bendito el dichoso día,

Ana, mi mujer amada,

que os vi en la Puerta Dorada

del oro de mi alegría.

Cuando pienso que María

hoy vive dentro de vos,

y procede de los dos,

querría estar de rodillas,

porque tantas maravillas

todas van llenas de Dios.

¡Todas van llenas de Dios! ¡Qué verso más feliz! Él sólo basta para darnos la clave de la santidad de los benditos progenitores de la Virgen María. Grandes —muy grandes y muy llenos de Dios— han de ser sus -corazones, cuando el Señor los elige para una obra tan admirable. «Dios, cuya mirada abarca el presente, el pasado y el futuro —dice Santa Brígida—, no halla quienes más digna y santamente merezcan ser padres de su Madre Santísima». Si Zacarías e Isabel son «irreprensibles en la presencia del Señor», ¿qué pensar de Joaquín y Ana? ¡Nunca podremos medir la sublimidad y pureza de su amor, ni la belleza de su virtud, ni el milagro de su caridad

Pero la gloria soberana de María ha eclipsado, por decirlo así, su nombre, al mismo tiempo que lo ha iluminado y esclarecido. Los Evangelistas —por creerlo natural, acaso— no han querido darnos detalles de este «vaso de elección» que es «La Madre de la Mejor». El vacío suele suplirse con relatos más o menos legendarios, sacados de los Evangelios apócrifos y del Protoevangelio, atribuido a Santiago. A ellos remitimos al lector curioso. Nosotros dejamos de lado la materialidad de los hechos, inconciliables con la historia, para no ver en estas leyendas sino la expresión ingenua y popular admiración que ha suscitado siempre tan extraordinaria santidad.

En efecto, la devoción a Santa Ana ha sido y es popularísima en la Iglesia. Entre los griegos tuvo culto propio desde la más remota antigüedad. Justiniano I le dedicó un templo en Constantinopla el año 550. Y en Occidente, desde que su fiesta entra en el Misal Romano, en 1584, bajo Gregorio XIII, toma también notable incremento. Los poetas y pintores de todos los siglos han tenido exquisiteces y ternuras para la Santa Patrona del hogar doméstico, tan amable a Dios y a los hombres. Su nombre se ve con frecuencia en los viejos himnarios, en los romances y Autos Sacramentales. Murillo le dedicó uno de sus mejores cuadros. Y Cervantes pagó también a este tema su tributo de devoción sencilla, de poeta y español. Dice en «La Gitanilla»:

«Árbol preciosísimo — que tardó en dar fruto —años que pudieron— cubrirle de luto—y hacer los deseos—del consorte puros, —contra la esperanza— no muy bien seguros... —Santa tierra estéril— que al cabo produjo —goda la abundancia— que sustenta al mundo...».

Y, siguiendo nuestra línea de glosa, terminamos con un apunte de Lorenzo Riber: «La santidad de Ana —dice poéticamente— es una flor de suavidad. Ella, como una tórtola, fue todo recato y fidelidad y humildad y sollozo. Ella, esperó contra toda esperanza. Ella, con sus inenarrables gemidos, rompió los aires, hendió los cielos, hirió los oídos de Dios, vulneró su corazón benigno y lo inclinó hacia la tierra. Ella, sobre la sed exasperada de este yermo, atrajo el titilante rocío celestial».