domingo, 27 de julio de 2025

28 DE JULIO. SANTA CATALINA TOMÁS, VIRGEN (1533-1574)

 


28 DE JULIO

SANTA CATALINA TOMÁS

VIRGEN (1533-1574)

LUZ y sombra: eso es la vida de Santa Catalina Tomás, «la Secretaria del Altísimo». No abunda en episodios espectaculares: es un drama sencillo, un drama en carne viva, de intensas emociones humanas. Por un lado, la cruz —esa impronta divina de las grandes almas— gravitando sobre sus hombros con todo su peso desnudo, de madero áspero, nudoso. Por otro lado, la manifestación soberana de los divinos carismas, iluminando su espléndida vida sobrenatural...

La luz de su existencia se enciende en la pintoresca villa de Valldemosa. Su infancia es triste y ejemplar. En lo de ejemplar acuerda maravillosamente con su tierra mallorquina; pero en lo de triste contrasta con la «Isla de la paz y de la luz». Antes de saber hablar, y sin habérselo enseñado nadie, pronuncian sus labios el Avemaría. A los seis años de edad es sorprendida por la primera visión celestial: se le muestra Cristo Crucificado, y le dice: «Hija, tú has de ser mía; pero, ¡mira lo que me cuestas!».

Ha sido una invitación a compartir la cruz. Un año después, la niña Catalina Tomás y Gallard queda huérfana. Recogida por unos tíos suyos, de duro corazón y poca religiosidad, su piedad, su modestia, la franca custodia de su pureza y de su vocación, son para ella objeto de burlas y malos tratos: verdadero martirio que soporta con increíble constancia. La oración es su único refugio; Dios, su único confidente. Mientras pastorea el rebaño familiar, levanta un altarcito bajo la copa de un añoso olivo y, en el silencio y paz de los campos, eleva al cielo, como una florecilla silvestre —una florecilla triste, callada, prematuramente seria—, el delicado perfume de su plegaria ardiente...

Al asomarse a los quince años penetra en esa academia del esfuerzo personal, del sufrimiento resignado y de la lucha legítima y santa, que templa los caracteres y forja las grandes almas. La vocación al claustro brota entonces espontánea, natural, incontenible. Siguiendo el impulso de la Gracia, se aleja de casa, cruza veloz los campos florecidos de almendros y llega a Miramar, donde aquel «enfermo de amor» que se llamó Raimundo Lulio dejara impresa la huella de su optimismo radiante. Ha oído hablar de don Pedro Castañeda, sacerdote con fama de santo, y viene a confiarle su secreto y a decirle que «la llama de amor viva» le ha nacido en el alma. El buen Padre la escucha emocionado y la trata con su acostumbrada bondad; más, ¿qué puede hacer por ella, si no trae dote? ...

Derrotada, aunque no desalentada, Catalina ha tomado al hogar cual manso corderillo. ¿Ignora, acaso, las consecuencias de su escapada? No: las supone y las acepta, no ya con resignación, más con alegría, porque ama con delirio la cruz. ¡Pero qué pesada es ahora! Al fracaso, a los rigores de siempre, han venido a sumarse el desprecio y el insulto, que hieren más hondo a las almas delicadas. Su magnanimidad todo lo contrarresta.

Per crucem ad lucem.

Un día se le aparece el Príncipe de los Apóstoles en la soledad de la campiña y la consuela con estas dulces palabras:

— ¿Por qué estás triste? No debes afligirte así. Yo soy San Pedro, y vengo a decirte de parte de mi Señor que pronto se verán colmados tus deseos.

Por la cruz a la Luz. Llama a las puertas de Santa María Magdalena, de San Jerónimo, de Santa Margarita... En todas partes la ahíncan con preguntas y, a la postre, la dejan en la calle. Humanamente hablando, se han agotado todos los recursos. Ahora, a esperar en la Providencia.

Providencial y portentosa es, ciertamente, la manera de que se vale Dios para abrirle las puertas del convento: porque es el caso que, sin mediar mutuo acuerdo, los tres monasterios palmesanos envían sendos mensajeros a don Pedro Castañeda, diciéndole «que recibirán con sumo gusto y como un honor a su recomendada, sin dote alguna». La Santa elige el de Santa María Magdalena, de canonesas de San Agustín.

Si hubo jamás una monja enamorada de su vocación, ésta fue Catalina Tomás. Sus veinticinco años de claustro se resumen en cuatro palabras: cruz, arrobos, dirección, santidad. Desde el instante en que entra en el monasterio — sin duda el más luminoso de su vida irradia con tales fulgores de ciencia y virtud, que se convierte, por sus consejos, en sabia y prudente directora de conciencias hasta el extremo de ser llamada «la Secretaria del Altísimo». ¡Y apenas sabe leer!

Pero, aunque los éxtasis se prolongan durante varios días, la cruz sigue proyectando su sombra: unas veces en forma de atentados contra la humildad de la Santa, como cuando la eligen Priora del convento y consigue que el mismo día le acepten la renuncia, o cuando la fama lleva y trae su nombre de boca en boca; otras veces en forma de tentaciones del demonio, que pone en juego todos los artificios para robarle la paz. Cristo le prometiera un día asociarla a su obra redentora y cumplió la promesa hasta el mismo instante de su muerte —si muerte se puede llamar el irse al cielo en brazos de la Virgen—, que fue el 5 de abril de 1574.

Sólo cuando se anegó para siempre en las inefables regiones de la Luz Increada, conoció Catalina la sublime belleza de su vida de víctima:

¡Por la cruz a la Luz!...

Pío XI la elevó a los altares en 1930.