Los fines – La santa Misa se celebra por cuatro fines
principales. 1º. Latréutico, para dar a
Dios el honor que se le debe. Nosotros seríamos incapaces por nosotros mismos;
en la Misa Nuestro Señor le rinde todo el honor por nosotros, porque Dios Padre
recibe una alabanza de valor infinito. Celebrando la Misa, o asistiendo a ella,
podemos decir: ¡Dios mío, te tributo el honor que mereces! –
2º. Propiciatorio, para pedir perdón
de las ofensas que hayamos cometido contra Él. Nosotros somos débiles; por más
voluntad que tengamos de no ofenderle, resulta siempre escasa en relación con
la Majestad infinita. En la Misa Nuestro Señor mismo le pide perdón para
nosotros, y el Padre divino lo acepta para condonarnos las ofensas. Si no fuese
por la Misa que continuamente se celebra en el mundo, por sus pecados, no
subsistiría. – 3º. Eucarístico, o sea para dar gracias a
Dios de todos los beneficios que nos ha hecho.
– 4º. Impetratorio: para impetrar
las gracias que necesitamos. Cuando pedimos nosotros, no tenemos mérito alguno
para ser escuchados; pero en la Misa es Nuestro Señor el que intercede por
nosotros, y es imposible que no sea escuchado.¡Ya veis la importancia de la
santa Misa! En ella no sólo se representa, sino que se renueva el mismo sacrificio
de la Cruz. Es la misma víctima, el mismo fin. Es diverso sólo el modo como se
realiza la oblación: en el Calvario la Víctima fue ofrecida de modo cruento; en
la Misa, en cambio, se ofrece de modo incruento. ¡Qué bello es pensar que cada
vez que celebramos la Misa o asistimos a ella, estamos realmente en el Calvario,
a los pies de la cruz, con la Santísima Virgen y san Juan! Dice la Imitación de
Cristo que cada vez que uno participa o celebra la Misa, debe serle una acción
tan grande, tan nueva y tan gozosa, como si ese
mismo día Nuestro Señor Jesucristo, descendiendo al seno de la Virgen,
se hiciera hombre; o que, pendiente de
la cruz, sufriese y muriese por la salvación de los hombres. Santo Tomás llama
a la Misa memorial de la Pasión de Nuestro Señor.Dicen los teólogos –escribe
san Alfonso– que, conforme a las
palabras de Nuestro Señor: Haced esto en
memoria mía (Lc 22, 19), los sacerdotes están obligados, al celebrar la Misa, a
acordarse de la Pasión de Nuestro Señor. Lo dice también san Pablo: Cuantas
veces coméis de este pan y bebéis de este cáliz, recordaréis el anuncio de la
muerte del Señor (1 Co 11, 26). Esta obligación recae sobre el
sacerdote que
celebra
y sobre el fiel que participa.
Excelencia – El Concilio de Trento dice: «No hay acción
tan santa como este misterio». Todas las obras buenas unidas, todas ellas
juntas, no equivalen al sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras
en la Misa es un Dios que hace el sacrificio de su propio Cuerpo y de su propia
Sangre por el hombre. Esta idea es del santo Cura de Ars y concuerda con cuanto
escribe santo Tomás: que en cada Misa
está
todo el fruto de la Pasión y de la Muerte de Nuestro Señor.Lo mismo afirma san
Juan Crisóstomo, diciendo que la celebración de la Misa vale tanto como la
muerte de Jesús en la cruz. Bella también y teológicamente exacta es la
siguiente afirmación de la Imitación de
Cristo: Cuando el sacerdote celebra, honra a Dios, alegra a los ángeles,
edifica a la Iglesia, ayuda a los vivos,
confiere alivio a las almas del purgatorio y se hace él mismo partícipe de
todos los bienes.
La
santa Misa sostiene al mundo en medio de tantos peligros y pecados, como os lo
he dicho; sin ella no se podría marchar adelante. He ahí por qué los herejes,
instigados del demonio, harán siempre guerra a la Misa y tratarán siempre de abolirla. San Juan Crisóstomo y san Gregorio Magno
dicen que, cuando se celebra, se abren los cielos y bajan en escuadrones los
ángeles para asistir a ella, y es lo que dice haberlo visto san Nilo Abad,
discípulo de Crisóstomo, mientras éste celebraba. ¿Tenemos esta estima de la
santa Misa, cuando la celebramos o cuando asistimos a ella? ¿Lo hacemos con la fe y el amor que se debe?... San
Francisco de Sales, cuando vivía en el Chiablese, atravesaba todos los días un río para poder celebrar la Misa, y lo
tenía que atravesar a gatas por una viga helada; a quien le hacía pensar en el peligro que corría, respondía:
«¡Bueno, seré mártir por la santa Misa!» . Una Misa más significaba muchas gracias para todo el
mundo. El mismo santo, habiéndose enterado de que un sacerdote omitía con cierta facilidad la celebración de
la santa Misa, le preguntó por el motivo. «Es que no soy digno». Y el santo le replicó: «Si no es digno,
hágase digno». Por mi parte, jamás he dejado de celebrar, salvo por enfermedad.
Por permisión divina hube de afrontar dos enfermedades, y aun ahora alguna
mañana tengo que dejar la Misa por hemicránea. La Misa es el tiempo más hermoso
de nuestra vida. Una Misa bastaría a hacer feliz a cualquiera que llegue a celebrarla. Aunque tuviéramos que
prepararnos por espacio de quince o veinte años para celebrar una Misa, ¡qué
dichosos seríamos! Sería ya una compensación bien grande... ¿Y celebrar
tantas?... ¡Qué felicidad! Habiendo oído
san Juan de Ávila que un sacerdote había muerto después de decir la primera
Misa, exclamó: «¡Qué cuenta tendrá que
rendir a Dios por esta sola Misa!» . Ciertamente hay que rendir cuentas a Dios, pero yo pienso de otra manera. Pienso
que si uno ha tratado de prepararse bien con el estudio, la piedad, la virtud, etc., aunque a la víspera
de la ordenación se encuentre algo deficiente, que se ponga en las manos de Dios y Él socorrerá su miseria. Y
así, esforzándose por vivir como buen sacerdote, ¿de qué habrá que rendir cuentas? ¡Oh, la dicha de celebrar
la Misa! Y cuando, como el día de Navidad, hay que celebrar tr es, ¡qué gusto! Una Misa sirve de preparación a la
siguiente..., es una gloria. Un año me atacó la hemicránea después de la primera y no pude decir las otras dos;
sentí un disgusto, una pena... ¡Ah, si comprendiésemos qué significa una Misa más!
Celebrarla bien –
Para celebrar bien la Misa se requiere la preparación remota y la
preparación próxima. Preparación remota:
conservarse santos con el ejercicio de todas las virtudes y un espíritu
vivísimo de fe. Preparación próxima:
comenzar la preparación desde la tarde
anterior; luego, a la mañana, antes de celebrar,
arrodillarse y recogerse al menos unos minutos. Durante la santa Misa pensar en
lo que se dice y en lo que se hace; procurar hacer bien cada cosa y a su debido tiempo; por ejemplo, no comenzar
antes que el monaguillo haya terminado su parte.
Si
todas las cosas hay que hacerlas en serio, ¡cuánto más la celebración de la
santa Misa! A los nuevos sacerdotes les digo siempre: «La celebraréis cada día,
salvo que tengáis que precipitaros». El
que se apresura en la Misa, se apresura
al infierno. Después de la Misa, no miréis al reloj para ver si se acabó el
tiempo. ¡Qué vergüenza! ¡Medir el tiempo al Señor! Si queréis, mirar si ha
sido demasiado breve, si se han comido
palabras, si se han mezclado las cosas. La Misa es para perdonar los pecados, no para gravar la conciencia con
nuevas culpas.
Celebrando
en su oratorio privado, san Felipe se encerraba solo y se las gozaba con
Nuestro Señor, incluso durante varias
horas. Estaba solo; pero tampoco cuando se celebre en público hay que
maltratarla. Yo extraje muchos
pensamientos de un opúsculo de san Alfonso: La Misa maltratada, y los he
reducido a treinta meditaciones: una para cada día del mes. Me leo una todas
las mañanas y noto que me ayuda en la preparación a la Misa. A la Misa hay que
añadir luego una adecuada acción de gracias. El cardenal Agustín Rychelmy, siempre que predicaba los ejercicios
espirituales al clero, les recordaba la sentencia de san José Cafasso al respecto:
el que habitualmente descuida la acción de gracias después de la Misa, no puede
ser absuelto. Es como quien recibiese de huésped a un amigo y luego se marchase
por sus predios. Conocéis la anécdota de san Felipe: habiendo visto que uno no
había hecho la acción de gracias después de la comunión, mandó a dos clérigos
que le siguieran con sendas velas encendidas, que se pusieran a derecha e
izquierda y le acompañaran. Y bien que aprendió la lección y jamás se olvidó de
la acción de gracias. Recordar sobre todo y practicar lo que dice la Imitación: que, al celebrar la Misa, el
sacerdote debe ofrecerse a sí mismo en
oblación pura y santa, con todas las fuerzas y con el máximo fervor. ¡Dichoso
el que así obra todos los días! Y no es otra la razón de que os insista siempre
en que seáis holocaustos. ¡Sí, sed holocaustos!
Siempre
que nos acerquemos al altar, hagámoslo con gran devoción. El cardenal Bona
exhorta a celebrar cada Misa como si
fuese la última y como si hubiese que morir inmediatamente.
Después
de tantos años de Misa, estoy contento; no
tengo ningún remordimiento de haberla celebrado mal; y no lo digo por
soberbia. Esto consuela. Tengo muchas miserias, pero la Misa he procurado celebrarla siempre bien.
Por
otra parte, es preciso evitar los escrúpulos y las prolijidades. Participé en
la Misa de un buen sacerdote, que la decía sin energía, perdía tiempo. Había
que animarlo y moverlo. Muchos pierden el tiempo y no se percatan de que lo
pierden sin motivo.
Partícipes en la Misa – Debéis sentir deseos de participar en todas las
Misas que podáis. San José Cafasso, después de haber celebrado, participaba
siempre en otra y, si era posible, la servía. También santo Tomás servía una
Misa después de celebrar la suya. La mejor acción de gracias es servir en otra
Misa; en ello no se pierde el tiempo, y
además el Señor nos colma de sus bendiciones para todo. Nuestros
coadjutores deben sentirse bien afortunados por poder servir tantas Misas.
Procuremos servirlas bien, con fe, con gravedad y también con cierto decoro
exterior.
Debemos,
además, estar deseosos de participar en todas las Misas que podamos. Todo
cuanto hemos dicho del sacerdote que celebra, se puede decir de los fieles que
participan en la Misa, porque el sacerdote tiene siempre la intención de
celebrarla también por todos los presentes. San José Cottolengo, cuando alguno
venía a pedirle dinero, le mandaba primero a participar en una Misa. Esta es la
devoción de las devociones. Suponed que Nuestro Señor hubiera concedido sólo al
Papa la facultad de celebrar la Misa, y
de celebrar una sola: todo el mundo correría a oírla. ¿Y por qué no corremos, cuando
se celebran tantas? Por ser muchas no se menoscaba su importancia. Admiremos y
excitémonos a comprender el gran Misterio que se celebra en la Misa. Monseñor
Gastaldi jamás omitía en las visitas pastorales el sermón sobre la Misa para
excitar a los fieles a participar de
buena gana y con devoción. Mi buena madre me preguntaba: «¿Has ido a Misa?»
«Sí, he ido». «Pero no has ido a la Misa parroquial». ¡Este es el verdadero
sensus Christi! El conde Balbo, óptimo
cristiano, dejó como testamento un llamamiento a todos para participar en la santa
Misa; llamamiento que se imprimió en un opúsculo. Contaba que, viviendo su
padre, si uno de la familia no estaba presente al comienzo de la Misa, no
desayunaba, y que él mismo, cuando
llegaba a la iglesia una vez que el
sacerdote estaba al pie del altar, se privaba del desayuno, pese a la
insistencia de la hermana. ¡Hombres
enteros!
San
Alfonso dice: «Muchos emprenden largos viajes, corren a visitar tal o cuál
santuario; para mí, el santuario de los
santuarios es el Sagrario». Se refería a la visita al Santísimo Sacramento;
pero lo mismo y con mayor razón podemos
decir de la Misa. Cuando necesitemos gracias extraordinarias, pidámoslas
durante la Misa, porque entonces es Nuestro Señor el que pide por nosotros. Son
innumerables los ejemplos de gracias obtenidas por haber participado bien en la
santa Misa.
Tened
mucha devoción a la Misa; sea realmente la primera de nuestras devociones. Si
tenemos fe, jamás nos parecerá larga; al que se le hace larga, no tiene
devoción. La plegaria en la Misa abarca todas las plegarias privadas. En éstas
somos nosotros los que oramos; en la Misa es Jesús quien ora con nosotros. Quisiera precisamente que estimaseis mucho la
santa Misa, que le dierais la máxima importancia. Dícese que no será un buen confesor el que no ha sido buen
penitente; y yo os digo que jamás será un buen celebrante el que no ha sido un
buen participante en la Misa.
Imitar a la Víctima divina – Os voy a sugerir tres pensamientos
breves que os ayudarán a celebrar bien la santa Misa y a participar con devoción
y fruto. Se refieren a las virtudes que resaltan mayormente en la Víctima
divina y que nosotros debemos imitar. La primera es la obediencia. Al instituir
la Eucaristía, Nuestro Señor quiso darnos una gran prueba de obediencia. No le
bastó, en efecto, obrar el gran milagro de cambiar el pan en su cuerpo y el
vino en su sangre, sino que quiso además conferir al sacerdote la autoridad de
mandar sobre Él mismo. Haced esto en memoria
mía (Lc 22, 19). Es una orden, y en
virtud de esta orden el sacerdote tiene autoridad para hacer descender e
inmolar a Nuestro Señor bajo las especies del pan y del vino. Y Jesús no se
niega jamás. Aunque sea un sacerdote
sacrílego, es lo mismo. Aunque fuese
excomulgado por el Papa, es lo mismo. Jesús está obligado a obedecer a la voz
incluso de estos sacerdotes. ¡Y así todos los días, en todas las partes de la
tierra, hasta el fin de los siglos! Supongamos que un sacerdote quisiese
consagrar muchas veces un mismo día (cosa que no debe hacerse); pues bien,
Jesús descendería otras tantas veces al altar bajo las especies de pan y de vino.
Aprendamos todos esta primera lección: obediencia ciega, sin mirar a las
cualidades del que manda o al modo de mandar.
La
segunda virtud de la Víctima divina es el
espíritu de sacrificio. En la
Misa se repite siempre el sacrificio de la cruz, tal cual. Es un sacrificio
incruento; pero es verdadero sacrificio representado por la separación del
cuerpo y de la sangre. Jesús se sacrifica todo entero. Cada vez, por
consiguiente, que participemos en la Misa, pensemos en el ofrecimiento que
Jesús hace de sí mismo y pidámosle la gracia de sacrificarnos con Él en todo.
La
tercera virtud es el amor. La comunión es parte de la Misa. El celebrante
comulga siempre en la Misa, y sin esta
comunión el sacrificio no quedaría completo. Y vosotros que comulgáis dad
gracias al Señor, porque tomáis una parte más íntima en el sacrificio mismo. Quiero
haceros observar el amor inmenso que Nuestro Señor nos tiene. El alimento se
convierte en la sustancia del que lo
come, y Jesús ha dicho: El que me come,
vive por mí (Jn 6, 58). No nos ha demostrado su amor sólo dándonos un regalo,
sino dándosenos todo entero él mismo. Siendo infinitamente sabio, no sabría
darnos más; siendo infinitamente poderoso, no podría darnos más. El amor de
Nuestro Señor es el amor de Dios, que no sabiendo qué más hacer por nosotros,
se incorpora a nosotros... ¿Correspondemos nosotros a tanto amor? Después de la
comunión, Jesús nos dice: «Yo me he entregado
enteramente a ti y tú entrégate todo a mí». Es lo que nos toca hacer: darnos a
Él sin reservas, en correspondencia de amor. Conservad estos tres pensamientos.
Me han hecho mucho bien y pueden seros también muy beneficiosos a vosotros; los
frutos que de ellos he obtenido, obtenedlos también vosotros.