TODO FENECE EN ESTE MUNDO
SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
Fœnum agri quod hodie est, eras in clibanum mittitur.
«Yerba del campo que hoy florece, y mañana se echa en el horno».
(Matth.VI, 30)
«Oid
lo que son todos los bienes de este mundo: son como el heno del campo,
que por la mañana nace y adorna con su verdor la campiña; por la tarde
se seca y se le cae la flor, y al día siguiente es arrojado al fuego.
Esto mismo mandó Dios predicar a Isaís cuando le dijo: Clama: El profeta
le preguntó: ¿Que es lo que he de clamar, Señor? Y Dios le respondió:
Clama que toda carne es heno, y toda su gloria semejante a la flor del
prado. (Isa. XI, 6). Por esto Santiago compara a los ricos de este mundo
con las flores del heno, que al fin se han de pasar con toda su lozanía
y pompa. Se pasan y se secan y son arrojadas al fuego: como sucedió al
rico Epulón, que figuró pomposamente en este mundo, y después fue
sepultado en los Infiernos. Atendamos pues, cristianos, a salvar el
alma, y a juntar riquezas para la eternidad que no termina jamás».
Puesto que en este mundo:
- Todo fenece. Punto 1º.
- Y fenece pronto. Punto 2º.
PUNTO I
TODO FENECE EN ESTE MUNDO
1. Cuando los grandes de la tierra
estén embelesados en gozar de las riquezas y de los honores adquiridos,
vendrá repentinamente la muerte, y le dirá: Dispone domui tuœ, quia morieris tu, et non vives: «Dispón de las cosas de tu casa; porque vas a morir y estás al fin de tu vida». (Isa. XXXVIII, 1)
¡Oh que nueva tan dolorosa será esta para ellos! Entonces dirán los
desgraciados: A Dios mundo, a Dios granjas, a Dios esposa y parientes, a
Dios amigos, a Dios banquetes y bailes, a Dios comedias, honores y
riquezas; todo ha terminado para nosotros. Y sin remedio, quieran o no
quieran, todo tienen que abandonarlo, según aquellas palabras del Salmo
XLVIII, 18: «Cuando muriere el rico nada de lo que posee llevará consigo; ni su gloria le acompañará al sepulcro».
San Bernardo dice, que la muerte obra una terrible separación entre el
alma, el cuerpo y todas las riquezas del mundo. Si a los grandes de la
tierra, a quienes llaman felices los mundanos, es tan amargo el nombre
solo de la muerte, que ni aun quieren hablar de ella, porque están
enteramente ocupados en hallar paz en sus bienes terrenos, como clama el
Eclesiástico (XLI, 1): «¡Oh muerte , cuan amarga es tu memoria para un hombre que vive en paz, en medio de sus riquezas!» ¿Cuanto
más amarga será la muerte misma cuando se les presente en la realidad?
¡Ay de aquél que está pegado a los bienes caducos de este mundo! Toda
separación causa dolor; por esto cuando, cuando el corazón se separe,
por medio de la muerte, de aquellos bienes en el que el hombre había
puesto su confianza, debe experimentar un profundo dolor. Esta reflexión
hacía clamar al rey Agag, cuando se le anunció que iba a morir: «¡Con que así me ha de separar de todo la amarga muerte!» (I. Reg. XV, 32)
Tal es la gran miseria de los poderosos que viven pegados a las cosas
de este mundo. Cuando están próximos a ser llamados al juicio divino, en
vez de ocuparse en preparar su alma, se ocupan de pensar en las cosas
de la tierra. Pero este, dice San Juan Crisóstomo, «es
el castigo que espera a los pecadores, que por haberse olvidado de Dios
en esta vida, se olvidan de sí mismos a la hora de la muerte».
2. Por más apego que los hombres hayan tenido a las
cosas de este mundo, las han de abandonar sin remedio al fin de su vida.
Con razón decía Job: «desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo iré al sepulcro» (Job. I, 21).
Aquellos que han consumido toda su vida y han perdido el sueño, la
salud y el alma, en acumular bienes y rentas, nada han de llevar consigo
después de la muerte. Los desventurados abrirán los ojos y nada verán
de cuanto han adquirido a costa de tantos afanes. Y en aquella noche de
confusión, cuando vean abierto el abismo de la eternidad, estarán
oprimidos de una tempestad de penas y ansiedades. Refiere San Antonio,
que Saladino, rey de los Sarracenos, mandó antes de morir, que cuando le
llevasen enterrar, llevaran delante de su cadáver la mortaja con la
que debía ser enterrado, y que fuese uno gritando de esta manera:Esto es lo único que Saladino lleva al sepulcro de todas cuantas riquezas poseía. Cuenta además, cierto filósofo de Alejandro Magno después de su muerte, decía: Aquél
que hacía temblar la tierra, ahora está oprimido bajo un poco de
tierra, y aquél a quien no bastaba todo el mundo, le bastan al presente
cuatro palmos de terreno. De otro refiere San Agustín, que estando
contemplando el sepulcro de César exclamó: A tí te respetaban los
príncipes , te veneraban las ciudades, te temían todos; ¿dónde está
ahora tu poder? (Serm. 28 ad Frat.) Que en substancia, es lo
mismo que dijo David, por estas palabras: Ví yo al impío sumamente
ensalzado, y empinado como los cedros del Líbano; pasé de allí a poco, y
he que no existía ya. (Psal. XXXVI, 35 et 36) ¡Cuantos
ejemplos semejantes vemos todos los días en el mundo! Aquel pecador, que
antes era despreciado y pobre, pero después se enriqueció y adquirió
honores y dignidades, por lo cual era envidiado de todos sus conocidos,
muere al fin, y todos dicen: Este hizo fortuna en el mundo, pero ha muerto, finalmente, y todo acabó para él.
3. Si todo perece, como vemos, ¿que motivo tenemos de ensoberbecernos? «¿De que ensoberbece el que no es más que tierra y ceniza?» (Eccl. X, 9)
Así habla el Señor a los que se engríen con los honores de las riquezas
de este mundo. ¡Ay de ellos! nos dice, ¿de donde dimana tanta soberbia?
Si poseéis honores y bienes, acordaos de que sois polvo, y en polvo os
habéis de convertir: Quia pulvis es, et in pulverem reverteris. (Gen. III, 19)
Y después de la muerte, ¿de que servirán esos honores que ahora os
engríen? Id a un cementerio, dice San Ambrosio, en donde están
sepultados ricos y pobres, y ved si entre ellos podéis distinguir entre
pobres y ricos: todos están allí desnudos y no tienen otra cosa sino
unos pocos huesos sin carne. Cuanto ayudaría a todos los que viven
enmedio del mundo la memoria de la muerte, y que, al cabo, como observa
Job, serán llevados al sepulcro, y quedarán yertos e inmóviles entre
montones de cadáveres! A la vista de aquellos cadáveres recordarían que
han de morir, y que han de estar un día como están aquellos; y de este
modo despertarían del sueño mortal a que se hallan entregados. Pero el
mal está en que los hombres mundanos no quieren pensar en la muerte,
sino cuando llega, y en la hora crítica en que han de abandonar éste
mundo y entrar en la eternidad. He aquí porque viven tan apegados al
mundo, como si jamás hubiesen de abandonarle. Sin embargo, bien pronto
lo abandonaremos, porque nuestra vida es muy breve, como vamos a ver en
el punto segundo.
PUNTO II
TODO PERECE PRONTO
4. Bien saben y creen los hombres que han de morir;
pero se figuran la muerte ta remota de ellos, como si nunca hubiese de
llegar. Mas Job nos avisa, que la vida del hombre es breve, por estas
palabras: «El hombre vive por corto tiempo; sale como una flor que nace y luego es cortada y se marchita». (Job.
XVI, 2) Al presente, la salud del hombre es tan endeble, que la mayor
parte de ellos mueren antes de llegar a los sesenta años, como lo
acredita la experiencia. ¿Y que cosa es nuestra vida, exclama Santiago,
sino un vapor, que por poco tiempo aparece y luego desaparece? Una
fiebre, una pulmonía, un catarro, arrebata al hombre. Por esto decía la
Tecuita a David: «Todos nos vamos muriendo, y deslizando como el agua derramada por la tierra la cual nunca vuelve atrás». (II. Reg. XIV, 14)
Y a fe que decía la verdad. Así como corren hacia el mar todos
los ríos y todos los arroyos, sin que vuelvan hacia atrás las aguas que
llevan; así pasan los años de nuestra vida, y nos aproximan a la muerte.
5. Y no sólo pasan, sino que pasan presto, como decía Job (IX, 25) «Mis
días han corrido más velozmente que una posta. Porque cada paso que
damos, cada vez que respiramos, nos vamos acercando más y más a la
muerte». San Jerónimo solía decir, mientras estaba escribiendo, que se iba acercando a su fin a medida que escribía: «mientras escribo, -exclamaba- se va acortando mi vida». Debemos pues, decir con Job: «Acórtanse
nuestros días, y con ellos pasan los placeres, los honores, las pompas y
vanidades de este mundo, y solo nos resta el sepulcro». (Job.
XVII; 1). Toda la gloria de las fatigas que hemos sufrido en este mundo
para adquirir fama de hombres de valor, de lideratos, o de grandes
ingenios, ¿en que vendrá a parar? en que seremos arrojados a la huesa
que sepultará todo nuestro orgullo y vanidad. ¿Con que mi bella casa,
dirán los hombres mundanos, mi jardín, mis muebles de gusto exquisito,
mis pinturas, mis lujosos vestidos, ya no serán míos dentro de breve
tiempo, y sólo me pertenecerá el sepulcro. ¿Et solum mihi superest sepulchrum?
6. En efecto, así sucederá: y si el hombre
ha vivido distraído y entregado a los negocios del mundo, ¡Cúal será su
aflicción cuando el temor de la muerte, que hace olvidar todas las cosas
de esta vida: «comience a apoderarse de su alma, y le obligue a pensar en la suerte que le ha de caber después en la eternidad» (Sn. Joann. Chrysost. sem. in 2 Tim).
Entonces como dice Isaías, se abrirán los ojos de los ciegos, es decir,
de aquellos que pasaron toda su vida en atesorar bienes mundanos y
descuidaron los intereses de su alma. Para todos estos negligentes se
verificará lo que dice el Señor, a saber: «que la muerte los sorprenderá cuando menos se lo piensen» (Luc. XII, 40)
A estos desventurados siempre les sorprende la muerte; y esto no
obstante, en aquellos últimos días de sus vidas deberán ajustar las
cuentas de su alma, correspondientes a los cincuenta o sesenta años que
hayan vivido en éste mundo. Entonces desearán otro mes, otra semana más
para poder ajustarlas mejor y tranquilizar su propia conciencia;
buscarán paz y no la encontrarán. Y viendo que les es negado el tiempo
que piden, leer el sacerdote la orden divina de partir presto de este
mundo, diciendo: «Parte alma cristiana, de
este mundo. ¡Oh viaje tan peligroso harán a la eternidad los mundanos
muriendo en medio de tantas tinieblas y confusión, por no haber con
tiempo arreglado bien la cuenta que tienen que dar ante el Supremo
Juez!»
7. Pesados están en fiel balanza los juicios del Señor (Prov. XVI, 11)
En aquel tribunal no se examinan la nobleza, los honores ni las
riquezas; solamente se pesan dos cosas a saber: los pecados del hombre, y
las gracias que Dios le concedió. El que se encuentre que ha
correspondido a las luces e inspiraciones que recibió, será premiado; y
el que no, será condenado. Nosotros no nos acordamos de las gracias
divinas; pero se cuerda de ellas el Señor; y cuando el pecador las ha
despreciado, hasta cierto punto, permite que muera en su pecado. Y
entonces las fatigas que sufrió para obtener empleos, riquezas y
aplausos en el mundo, se pierden enteramente: sirviendo para la vida
eterna solamente las obras y las tribulaciones sufridas por Dios.
8. Por esta razón nos exhorta San Pablo, y aún nos ruega, que atendamos lo que más nos importa: «Os ruego -dice- hermanos míos, que atendáis vuestro negocio».
¿Y de que negocio os parece que habla San Pablo?¿Habla acaso de
acumular dinero, y de adquirir celebridad en este mundo? No; habla del
negocio de nuestra alma, es decir, de nuestra salvación. El negocio por
el cual el Señor nos colocó y nos conserva en éste mundo es, el de
salvar el alma y conseguir la vida eterna por medio de las buenas
obras. Este es el único fin para que fuimos creados, como dice el mismo
San Pablo: La salvación del alma es para nosotros, no solamente el
negocio mas importante, sino también el principal, y aun el único;
porque si salvamos al alma todo lo hemos salvado, y si la perdemos, todo
lo hemos perdido. He aquí lo que la Verdad Eterna nos dice: «¿De que aprovecha al hombre hacerse dueño de todo el mundo, si pierde su alma?» Por
esta razón nos dice también la Santa Escritura, que debemos combatir
hasta el último aliento por la justicia, hasta la muerte, es decir, por
la observancia de la ley divina: Agonizare pro anim tu, et usque ad mortem certa pro justitia. (Ecl. IV, 33). Y este es aquel negocio que nos recomienda el Divino Salvador, cuando nos dice: Negotiamini dum vernio.
Palabras que nos dan a entender, cuanto nos importa tener siempre en la
memoria el día que vendrá pedirnos cuenta de toda nuestra vida.
9. Todas las cosas que hubiéremos adquirido en este
mundo, los aplausos, los honores, las riquezas, han de terminar, como
hemos dicho, y han de terminar bien presto; porque la escena o
apariencia de este mundo pasa en un momento, como expresa San
Pablo: ¡Dichoso aquél que desempeña bien su papel en ella, posponiendo
los intereses corporales a los espirituales y eternos de su alma! Lo
cual se nos da a bien entender por estas palabras: «El que aborrece o mortifica su alma en este mundo, la conserva para la vida eterna». (Joann. XII, 25).
Es necedad grande de los mundanos el decir: ¡dichoso aquel que tiene
dinero! El verdadero dichoso es aquel que ama a Dios y sabe salvarse.
Esto es lo único que pedía al Señor el santo rey David. Y San Pablo
decía que había abandonado y perdido todos los bienes mundanos, y los
miraba como basura, por ganar Cristo: Omnia detrimentum feci, et arbitror ut stercora, ut Christum lucrifaciam. (Phil. III, 8).
10. Algunos padres de familia suelen decir: Yo no me
afano tanto por mí, como por mis hijos, a fin de dejarlos bien
colocados. Más yo les respondo: si vosotros disipaseis los bienes que
poseéis, y dejaseis sumergidos en la pobreza a vuestros hijos, obraríais
mal y pecaríais; pero obráis todavía peor, si perdéis el alma por dejar
a vuestra familia bien colocada. Y si no, decidme: si vais al Infierno,
¿irán vuestros hijos a sacaros de allí? Además, el santo rey David
dice, que nunca vio desamparado al justo, ni a sus hijos mendigando el
pan.
Atended pues, al servicio de Dios, y obrad con arreglo a
la justicia, que el Señor no dejará a proveer a vuestros hijos de lo
que necesiten; y vosotros os salvaréis y conseguiréis aquel tesoro de
felicidad eterna que nadie os podrá quitar, cuando los bienes de este
mundo no los puedan arrebatar los ladrones y la muerte. A esto os
exhorta el santo Evangelio cuando nos dice: Atesorad tesoros en el
Cielo, donde no hay orín, ni polilla que los consuman, ni tampoco
ladrones que los desentierren y roben. Propongámonos, por lo tanto, como
fin principal de todas nuestras acciones, el conseguir la vida eterna, y
usemos de los bienes temporales únicamente para conservar la vida en el
breve plazo de tiempo que hemos de vivir en este miserable valle de
lágrimas. Meditemos sin cesar, que estamos aquí como pasajeros, pero
encargados de una comisión muy importante, la cual es nuestra salvación;
y que si no acertamos en el desempeño de este negocio, en vano nacimos,
en vano trabajamos, en vano fuimos redimidos con la sangre de
Jesucristo, puesto que por nuestro descuido y nuestros vicios nos
condenaremos.