EL ESPÍRITU SANTO EN MARÍA. Dom Gueranger
Sábado de Pentecostés
Dom Gueranger
El
ESPÍRITU SANTO EN MARÍA.— No daremos fin a este último día del tiempo pascual,
a la vez que punto final de la octava de Pentecostés, si no ofreciésemos a la
reina de los ángeles el homenaje debido y si no glorificásemos al Espíritu
Santo por todas las. grandes obras que realizó en ella. Adornada por él,
después de la humanidad de nuestro. Redentor, de todos los dones que podían
acercarla, cuanto era posible a una criatura, a la naturaleza divina a la que
la Encarnación la había unido, el alma, la persona toda de María fué favorecida
en el orden de la gracia más que todas las creaturas juntas. No podía ser de
otro modo, y se concebirá por poco que se pretenda sondear por medio del
pensamiento el abismo de grandezas y de santidad que representa la Madre de
Dios. María forma ella sola un mundo aparte en el orden de la gracia. Hubo un
tiempo en que ella sola fué la Iglesia de Jesús. Primeramente fué enviado el
Espíritu para ella sola, y la llenó de gracia en el mismo instante de su
inmaculada concepción. Esta gracia se desarrolló en ella por la acción continua
del Espíritu hasta hacerla digna, en cuanto era posible, a una criatura, de
concebir y dar a luz al mismo Hijo de Dios que se hizo también suyo. En estos
días de Pentecostés hemos visto al Espíritu Santo enriquecerla con nuevos
dones, prepararla para una nueva misión; al ver tantas maravillas, nuestro
corazón no puede contener el ardor de su admiración ni el de su reconocimiento
hacia el Paráclito que se dignó portarse con tanta magnificencia con lá Madre
de los hombres.
Pero
tampoco podemos menos de celebrar, con verdadero entusiasmo, la fidelidad
absoluta dé la amadá del Espíritu a todas las gracias que derramó sobré ella.
Ni una sola se ha perdido, ni una sola ha sido devuelta sin producir su obra,
como sucede algunas veces en las almas más santas. Desde un principio fué “como
la aurora naciente” y el astro de su santidad no cesó de elevarse hacia un
mediodía, que en ella no tendría ocaso. Aún no había venido el arcángel a
anunciarla que concebiría al Hijo del Altísimo, y, como nos enseñan los Santos
Padres, había ya concebido en su alma al Verbo eterno. El la poseía como su
Esposa antes de haberla llamado a ser su Madre. Si pudo Jesús decir, hablando
de un alma que había tenido necesidad de la regeneración: “quien me buscare me
encontrará en corazón de Gertrudis”, ¡cuál sería la identificación de los
sentimientos de María con los del Hijo de Dios y qué estrecha su unión con El!
Crueles pruebas la aguardaban en este mundo, pero fué más fuerte que la
tribulación, y cuando llegó el momento en que debía sacrificarse en un mismo
holocausto con su Hijo, se encontró dispuesta. Después de la Ascensión de
Jesús, el Consolador descendió sobre ella; descubrió a sus ojos una nueva
senda; para recorrerla era necesario que María aceptase el largo destierro
lejos de la patria donde reinaba ya su Hijo; no dudó, se mostró siempre la
esclava del Señor, y no deseó otra cosa que cumplir en todo su voluntad.
El
triunfo, pues, del Espíritu Santo en María fué completo; por magníficos que
hayan sido sus adelantos, siempre ha respondido a ellos. El título sublime de
Madre de Dios a que fué destinada exigían para ella gracias incomparables: las
recibió y las hizo fructificar. En la obra de la “consumación de los santos y
para la edificación del cuerpo de Cristo” el Espíritu divino preparó para
María, en premio de su fidelidad, y a causa de su dignidad incomparable, el
lugar que la convenía. Sabemos que su Hijo es la cabeza del cuerpo de
innumerables elegidos, que se agrupan armoniosamente en torno suyo. En este
grupo de predestinados, nuestra augusta reina, según la Teología Mariana,
representa el cuello que está íntimamente unida a la cabeza y por el que la
cabeza comunica al resto del cuerpo el movimiento y la vida. No es ella el
principal agente, pero por ella influye ese agente en cada uno de los miembros.
Su unión, como es natural, es inmediata a la cabeza, pues ninguna creatura más
que ella ha tenido ni tendrá más íntima relación con el Verbo Encarnado; pero
todas las gracias y favores que descienden sobre nosotros, todo lo que nos
vivifica e ilumina, procede de su Hijo mediante ella.
De
aquí proviene la acción general de María en la Iglesia y su acción particular
en cada fiel. Ella nos une a todos a su Hijo, el cual nos une a la divinidad.
El Padre nos envió a su Hijo, éste escogió Madre entre nosotros y el Espíritu
Santo, haciendo fecunda la virginidad de esta Madre, consumó la reunión del
hombre y de todas las creaturas con Dios. Esta reunión es el fin que Dios se
propuso al crear los seres, y ahora que el Hijo ha sido glorificado y ha
descendido el Espíritu-, conocemos el pensamiento divino. Más favorecidos que
las generaciones anteriores al día de Pentecostés, poseemos, no en promesa,
sino en realidad, un Hermano que está coronado con la diadema de la divinidad,
un Consolador que permanece con nosotros hasta la consumación de los siglos
para alumbrar el camino y mantenernos en él, una Madre, intercesora
omnipotente, una Iglesia, también madre, por la que participamos de todos estos
bienes.