COMENTARIO
AL EVANGELIO
SOLEMNIDAD
DE LA ASUNCIÓN
Forma
Extraordinaria del Rito Romano
En el Magníficat, el gran canto de la
Virgen que acabamos de escuchar en el evangelio, encontramos unas palabras
sorprendentes. María dice: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”.
La Madre del Señor profetiza las alabanzas marianas de la Iglesia para todo el
futuro, la devoción mariana del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al
alabar a María, la Iglesia no ha inventado algo “ajeno” a la Escritura: ha
respondido a esta profecía hecha por María en aquella hora de gracia.
Y estas palabras de María no eran sólo
palabras personales, tal vez arbitrarias. Como dice san Lucas, Isabel había
exclamado, llena de Espíritu Santo: “Dichosa la que ha creído”. Y María,
también llena de Espíritu Santo, continúa y completa lo que dijo Isabel,
afirmando: “Me felicitarán todas las generaciones”. Es una auténtica profecía,
inspirada por el Espíritu Santo, y la Iglesia, al venerar a María, responde a
un mandato del Espíritu Santo, cumple un deber.
Nosotros no alabamos suficientemente a
Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la “Santa” que se convirtió en
su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios sólo se nos
manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el
verdadero espejo de su luz. Y precisamente viendo el rostro de María podemos
ver mejor que de otras maneras la belleza de Dios, su bondad, su misericordia.
En este rostro podemos percibir realmente la luz divina.
“Me felicitarán todas las generaciones”.
Nosotros podemos alabar a María, venerar a María, porque es “feliz”, feliz para
siempre. Y este es el contenido de esta fiesta. Feliz porque está unida a Dios,
porque vive con Dios y en Dios. El Señor, en la víspera de su Pasión, al
despedirse de los suyos, dijo: “Voy a prepararos una morada en la gran casa del
Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas” (cf. Jn 14, 2). María,
al decir: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”,
preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y alma se transformó
en su morada, y así abrió la tierra al cielo.
San Lucas, en el pasaje evangélico que
acabamos de escuchar, nos da a entender de diversas maneras que María es la
verdadera Arca de la alianza, que el misterio del templo —la morada de Dios
aquí en la tierra— se realizó en María. En María Dios habita realmente, está
presente aquí en la tierra. María se convierte en su tienda. Lo que desean
todas las culturas, es decir, que Dios habite entre nosotros, se realiza aquí.
San Agustín dice: “Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había
concebido en su alma”. Había dado al Señor el espacio de su alma y así se
convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó, donde Dios se
hizo presente en esta tierra.
Así, al ser la morada de Dios en la tierra,
ya está preparada en ella su morada eterna, ya está preparada esa morada para
siempre. Y este es todo el contenido del dogma de la Asunción de María a la
gloria del cielo en cuerpo y alma, expresado aquí en estas palabras. María es
“feliz” porque se ha convertido —totalmente, con cuerpo y alma, y para siempre—
en la morada del Señor. Si esto es verdad, María no sólo nos invita a la
admiración, a la veneración; además, nos guía, nos señala el camino de la vida,
nos muestra cómo podemos llegar a ser felices, a encontrar el camino de la
felicidad.
Escuchemos una vez más las palabras de
Isabel, que se completan en el Magníficat de María: “Dichosa la que ha creído”.
El acto primero y fundamental para transformarse en morada de Dios y encontrar
así la felicidad definitiva es creer, es la fe en Dios, en el Dios que se
manifestó en Jesucristo y que se nos revela en la palabra divina de la sagrada
Escritura.
Creer no es añadir una opinión a otras. Y
la convicción, la fe en que Dios existe, no es una información como otras.
Muchas informaciones no nos importa si son verdaderas o falsas, pues no cambian
nuestra vida. Pero, si Dios no existe, la vida es vacía, el futuro es vacío. En
cambio, si Dios existe, todo cambia, la vida es luz, nuestro futuro es luz y
tenemos una orientación para saber cómo vivir.
Por eso, creer constituye la orientación
fundamental de nuestra vida. Creer, decir: “Sí, creo que tú eres Dios, creo que
en el Hijo encarnado estás presente entre nosotros”, orienta mi vida, me
impulsa a adherirme a Dios, a unirme a Dios y a encontrar así el lugar donde
vivir, y el modo como debo vivir. Y creer no es sólo una forma de pensamiento,
una idea; como he dicho, es una acción, una forma de vivir. Creer quiere decir
seguir la senda señalada por la palabra de Dios.
María, además de este acto fundamental de
la fe, que es un acto existencial, una toma de posición para toda la vida,
añade estas palabras: “Su misericordia llega a todos los que le temen de
generación en generación”. Con toda la Escritura, habla del “temor de Dios”.
Tal vez conocemos poco esta palabra, o no nos gusta mucho. Pero el “temor de
Dios” no es angustia, es algo muy diferente. Como hijos, no tenemos miedo del
Padre, pero tenemos temor de Dios, la preocupación por no destruir el amor
sobre el que está construida nuestra vida. Temor de Dios es el sentido de
responsabilidad que debemos tener; responsabilidad por la porción del mundo que
se nos ha encomendado en nuestra vida; responsabilidad de administrar bien esta
parte del mundo y de la historia que somos nosotros, contribuyendo así a la
auténtica edificación del mundo, a la victoria del bien y de la paz.
“Me felicitarán todas las generaciones”:
esto quiere decir que el futuro, el porvenir, pertenece a Dios, está en las
manos de Dios, es decir, que Dios vence. Y no vence el dragón, tan fuerte, del
que habla hoy la primera lectura: el dragón que es la representación de todas
las fuerzas de la violencia del mundo. Parecen invencibles, pero María nos dice
que no son invencibles. La Mujer, como nos muestran la primera lectura y el
evangelio, es más fuerte porque Dios es más fuerte.
Ciertamente, en comparación con el dragón,
tan armado, esta Mujer, que es María, que es la Iglesia, parece indefensa,
vulnerable. Y realmente Dios es vulnerable en el mundo, porque es el Amor, y el
amor es vulnerable. A pesar de ello, él tiene el futuro en la mano; vence el
amor y no el odio; al final vence la paz.
Este es el gran consuelo que entraña el
dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Damos
gracias al Señor por este consuelo, pero también vemos que este consuelo nos
compromete a estar del lado del bien, de la paz.
Oemos a María, la Reina de la paz, para
que ayude a la victoria de la paz hoy: “Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!”.
Amén.
Benedicto XVI